domingo, 6 de marzo de 2011

Cuento de Jaime Coaguila

EL RECOMENDADO

Autor: JAIME COAGUILA VALDIVIA
“Me echo de su cuarto gritándome.
no tienes profesión…”
Sui generis

S
ubió siete pisos y recorrió un laberinto de pasillos. Martínez era un hombre de treinta años y llevaba puesto su único terno. La oficina sententaicuatro estaba con la puerta abierta a la derecha del quinto pasillo y se podía adivinar la presencia de personas, el aire limpio. Martínez entró con temor, despacio. Una secretaria inmediatamente le apuntó a los ojos pregustándole a quien buscaba, con cierta petulancia. El respondió que tenía una cita con el doctor a las cuatro, la mujer insistió esta vez irguiendo el cuello, preguntándole su nombre Martínez pensó por un  momento decir el suyo; pero contestó Gustavo Fernández, el nombre del amigo que le presentaría el doctor. La mujer revisó atentamente su agenda, lo volvió a observar con asombro por encima de sus anteojos para culminar diciéndole: “asiento, por favor, el doctor lo atenderá en un momento”.
Martínez busco un lugar vacio y se sentó nerviosamente. Así tendría tiempo de esperar a Gustavo, además organizara sus ideas pensaría en la forma de dirigirse al doctor, el tono de su voz, la posición de su cuerpo, el limpiarse las manos antes de saludar ¡que nervios! ¿Y si lo echaba todo a perder? ¿Qué sería de Matilde y el niño? No debería alterarse, todo iba a salir bien ¿acaso Gustavo no se lo había prometido? “no debería alterase, todo iba a salir bien" ¿acaso Gustavo no se lo había prometido? “No debes preocuparte, hombre” le habría dicho palmeándole la espalda, “el doctor es buena gente y además es mi amigo” ésto último lo tranquilizó un poco.
Observó a las mujeres que esperaba en el otro sillón. Una gorda con vestido floreado y una anciana de gesto humilde. La salita de espera era pequeña, adornada por cuadros y en cada esquina un macetero colando del techo. A la izquierda la secretaria tipeaba unos  papeles en la máquina de escribir, mientras en el fondo a través del grueso cristal que separaba la salita del despacho, se veían algunas siluetas amorfas moviéndose de un lado a otro a las órdenes de un hombre sentado en un gran sillón. Tuvo miedo de enfrentarse a ese hombre recio que lo escrutaría de pies a cabeza, le clavaria los ojos en el nudo mal hecho, en las arrugas del saco. No supo porque se imaginó llegando a su casa, acabado, sin trabajo diciéndole a Matilde que no había resultado, que era un fracaso.
 El golpe en la puerta al salir la anciana del despacho los despertó de sus divagaciones. El reloj marcaba las cuatro y media ¿Qué pasaría con Gustavo? ¿Le habría sentido? Arrojó la cabeza hacia atrás luego volvió los ojos a la mesita central. Con detenimiento examinó el florero de porcelana, el par de ceniceros, pero lo que mas atrajo su atención fue la estatuilla de un perro en posición de ataquen sus dientes amenazantes, listo a clavarse en la `piel. De `pronto alguien le tocó un hombro. Tuvo un escalofrío. Era Gustavo que venía muy agitado y que rápido le dijo: “disculpa, se me presentó algo urgente”, “vamos, te voy a llevar con el doctor”, a la vez que lo jalaba del brazo conduciéndole a la puerta de vidrio, no sin antes murmurarte algo a la secretaria, algo que ella entendió perfectamente porque los dejó pasar sin reparos.
 
Al estar adentro Gustavo saludó al doctor presentarlo a Martínez con su amigo. Luego se sentaron. El doctor era un hombre de contextura gruesa, tenía bigote y el ceño bien pronunciado. Su escritorio estaba repleto de papeles. De vez en cuando aparecía un empleado con otros papeles que él firmaba con tan sólo dar un vistazo. Mientras tanto Gustavo le preguntaba con mucho tino sobre la familia, el trabajo en la oficina, lo difícil de la situación económica pata finalmente decirte que su amigo necesitaba un trabajo y que le agradecería infinitamente si pudiera ayudarlo. El doctor clavo la mirada en Martínez preguntándole:
-¿Cómo te llamas?
-Soy José Martínez Gómez.
-¿Y que sabes hacer, hijo?
Tú tienes la culpa por no hacerme caso, crees que toda la vida vamos a estar manteniéndote, no señor, si cuando ya tenía tu edad ya tenia que romperme el lomo trabajando de sol a sol. Y ahora que te defienda tu madre, que diga algo. La verdad es que eres un vago de mierda que no sabes hacer nada y que todo el tiempo te la pasas en la calle sin estudiar para el colegio.
-Sé algo de todo, señor- el doctor examino su rostro como queriendo encontrar una respuesta mas concreta, mas útil. Después volvió los ojos a Gustavo y siguió hablando con él.
 Y tu madre se mata trabajando todos los días para que un vago como tú siga estudiando que sea profesional, que profesional ni que ocho cuartos, si el muy rico se para fugando del colegio, paseando por la calles y sobándose las bolas. Si ganas no me faltan de agarrarte a palazos para que aprendas a obedecer a tus padres.
 -¿Y en qué sección podría trabajar?- pregunto Gustavo pero su palabras fueron inaudibles pata Martínez. Un lento adormecimiento le paralizaba las piernas. Y yo que pensaba llevarte a la fábrica, pasear a mi hijo profesional. Yo les diría sí, ingeniero y va a venir a trabajar aún, pero no, tú tenías que salirme con eso de que con la universidad te vas a envejecer, que no te gusta estudiar, que hay que vivir la vida, que fiestitas por que fiestitas por allá y tus amigos sacándote para que te emborraches todas las noches.
 Martínez detiene la mirada en el rostro serio del doctor, sus ojos se han transformado en los ojos de su padre repitiéndole que él no puede ser su hijo.
Hijo, hazle caso a tu padre, no dejes el colegio, estudia, más tarde me lo agradecerás, pero quien te mete esas ideas en la cabeza. Hazle caso a tu padre, él que sabe lo que dice, ya sabes que el muy pobre sufre del corazón. ¡Hazlo por su salud! ¡Hazlo por mí!
-Creo que podremos incluirlo en la nueva oficina- el doctor extrajo una tarjeta de su saco y con un fino bolígrafo apunto algo en el reverso, entregándola a Gustavo.
 Eso fue todo. Después los dos se despidieron, Gustavo con una sonrisa y u fuerte apretón, Martínez con una mano sudorosa y una sonrisa forzada.
Salieron del despacho. Pero mientras se marchaban Martínez se detuvo un instante en frente de la estatuilla del perro que había estado observando en la salita de espera y no supo porque razón le pareció ver a un perro sumiso, inofensivo, tendido sobre su cuatro patas como cuando se regresa a casa a pedir perdón. Entonces siguió caminando, pero ya no era lo mismo.
                                           (Publicado en la Revista "Solitarios" Nº 6, Arequipa, Perú 1994)

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