viernes, 26 de agosto de 2011

Caviares

Javier de Taboada

En la prensa peruana de los últimos años se ha estandarizado el decir ‘caviares’ para referirse a cierto sector de la izquierda. ¿Qué sector? Pues una izquierda intelectual más que sindical, clasemediera más que popular, reformista más que radical, y democrática más que revolucionaria. Es la izquierda de –por ejemplo y paradigmáticamente- Susana Villarán. Una izquierda que ha cambiado el rojo de la lucha por el verde de la ecología, y la conciencia de clase por los derechos de género.

Primero que nada, habría que aclarar que lo de “izquierda caviar” no es (¿acaso podría serlo?) producto de la sesera de Aldo Mariátegui ni de Herbert Mujica. Nuestros furibundos liberales han copiado del francés: el periodista Daniel Benoit lo inventó para descalificar a la izquierda de Miterrand. Quizás más bien, siguiendo su reflejo condicionado, debían haber mirado a Chile: allí se habla de la “whizquierda”, o del “red set”, términos por lo menos ingeniosos y no exentos de humor, mientras que “caviar” se usa casi siempre en contexto bilioso. Mejor traducción, además, la chilena, ya que la mera traslación lingüística –y geográfica- produce un efecto extraño: si el whisky está simbólicamente marcado como un licor de lujo, yo estoy seguro que Ud., amable lector, lo ha probado en más de una ocasión; mientras que en nuestro país el caviar ni siquiera la élite de la élite (la creme de la creme, digamos) suele consumirlo: su valor es puramente simbólico, y por tanto, puramente denigratorio. De ahí su falta de humor.

Pues bien, ¿cuál es la terrible acusación que denuncia el oxímoron? Es más vieja que Lenin: el que lucha por los pobres debe ser uno de ellos, el que defiende a los explotados no puede ser de la clase de los explotadores. Una vez más la descalificación viene por el terrible crimen de la hipocresía: la izquierda caviar, dicen, predica unos valores mientras vive conforme a otros, proclama igualdades y cosecha privilegios. En la versión decimonónica del marxismo que ha conservado la derecha, importa más el origen de clase que la conciencia individual. La respuesta es también tan vieja como Lenin (y como Lukacs): el intelectual no sólo puede superar su clase de origen, no sólo puede tener conciencia revolucionaria, sino que resulta el catalizador indispensable para que la clase obrera adquiera conciencia de su explotación. Esto en el lenguaje del marxismo del siglo XX. En el del siglo XXI podríamos decir: no se puede juzgar a la gente por lo que come y lo que bebe, sino por su posición ideológica, que se expresa tanto en su discurso como en sus acciones.

Es curiosa la derecha peruana: condena a la izquierda radical por ser radical, y a la moderada por ser moderada, por ser ‘caviar’. Exigen a los izquierdistas más pensantes que se dejen de reuniones sociales y tés de tías (¿y tomen de una vez las armas, podemos suponer?) al mismo tiempo que califican de ‘terroristas’ o ‘chavistas’ a quienes sueltan discursos incendiarios. Quieren que la izquierda moderada se haga radical, y que ésta última implosione hasta la extinción.

Hay una manera, colegas caviares, para que sigamos gozando de nuestros muchos privilegios y prebendas. Si no estamos dispuestos a abandonar la comodidad y el lujo para internarnos en la selva, abandonemos entonces nuestros principios. Saboreemos nuestro whisky no sólo por su aroma y sabor a buena madera, sino por la explotación y el trabajo mal pagado que ha costado producirlo. Celebremos que el sistema sea injusto mientras que no nos deje mal ubicados. Abusemos de nuestros trabajadores y sirvientes, ya que el trato amable y los simulacros de igualdad no abolen las esenciales diferencias sociales. Entonces seremos crueles, descorazonados, casi inhumanos, pero por lo menos seremos coherentes hasta la médula.

jueves, 4 de agosto de 2011

Hipócritas y soberbios

Javier de Taboada
¿Cuál es el defecto que Ud. más odia, el peor que una persona puede tener? Piénselo un poco. Mire al techo, busque inspiración. Ya está. ¿Cuál es? Yo sé lo que dijo: la hipocresía (o alguna de sus variantes: la mentira, la falta de palabra, etc.) Si acerté, debo decirle que su respuesta es bastante estándar. No muy original, digamos. Creemos, a veces hasta sinceramente, que odiamos la mentira, que es feo, vil e inmoral ser hipócrita, que la escopeta de dos cañones es el arma más repugnante. Creemos que lo correcto es ser honesto, franco, directo, decir las cosas en la cara y no a espaldas. Y a veces hasta creemos hacerlo.

Si tan repudiable nos fuera la mentira, la practicaríamos menos. Si tan en alto tuviéramos a la franqueza, no existiría el ‘paseo’, la ‘mecida’, el ‘mañana sin falta’ ni el ‘seguro que voy’. Odiamos la hipocresía, pero –deliciosa paradoja- la odiamos hipócritamente. Porque en el fondo sabemos que se trata de adecuación, de estrategia de supervivencia, de contemporización con circunstancias que no siempre resultan ideales. Odiamos la hipocresía, pero nunca al hipócrita, porque nos cae bien el que nos sonríe, el que queda bien con todos, el que nos dice aquello que queremos oír. Nos reímos con él, celebramos sus ocurrencias, compartimos los tragos, pero en secreto recelamos, y a veces hasta tenemos la ligereza de confesarle a alguien nuestros recelos: “es un hipócrita.” “El que lo dice lo es”, podrían respondernos, con sabiduría infantil, uno de estos días. Basta. Destierre la hipocresía de su vida: la próxima vez que vea a su jefe, no lo salude afectuosamente ni apoye con entusiasmo sus comentarios banales; dígale con franqueza que lo considera un incompetente que sólo debe su puesto a sus influencias. Y cuando se encuentre con ese conocido o con ese cuñado que le resulta tan indigesto, no se moleste en guardar las formas de la cordialidad: déjelo con la mano tendida. 

No, el hipócrita no nos cae tan mal, a fin de cuentas. ¿Cuál será pues el defecto que en verdad nos revuelve las entrañas? ¿Cuál es el personaje que invariablemente (nos) cae mal, que rápidamente se (nos) hace insoportable? Un defecto que difícilmente va a figurar en ninguna encuesta o test de proust, pero que tiene la virtud (valga el oxímoron) de erizarnos el pellejo y oscurecernos la vesícula: la soberbia. Sí, el sobrado, el creído, el que se jura la última chupada del mango o la mamá de tarzán. Ése es el espeso. El que presume, verdadera o falsamente, de sus conquistas, de sus logros, de sus talentos, de sus viajes, de sus posesiones. He ahí el saco-de-plomo. Es cierto que muchas veces la soberbia está basada en exageraciones o mentiras, pero no es la falsedad lo que detestamos (aunque así querramos creerlo): es la actitud de enrostrarnos en la cara su evidente, incuestionable superioridad. Nada nos molesta más que el ninguneo, que nos reduzcan a comparsa de hazañas ajenas, que nos recuerden que no somos particularmente inteligentes, o ricos, o exitosos. Que no hagan el menor esfuerzo por fingir que les interesa lo que decimos, lo que somos. Que no sean más cordiales, más atentos, más desprendidos,… ¿más hipócritas? Eso, no lo perdonamos.