miércoles, 1 de diciembre de 2010

El Ranking de la Década: Las 10 películas del cine latinoamericano.

Javier de Taboada
(Publicado originalmente en la revista Cultura Sur N° 1)

Debo confesar que siempre me han fascinado los rankings, esas selecciones arbitrarias de libros o películas, de personajes públicos o de eventos que se hacen con el pretexto de terminar un ciclo de nuestra también arbitraria matemática del tiempo, por lo general un año o una década, pues ciclos más grandes como el siglo o el milenio resultan casi inconmensurables en términos de producción cultural (no es que no se hayan intentado tales rankings, por cierto). Los rankings son pues arbitrarios, caprichosos, personales y polémicos, pero son también una apuesta, una manera de forzarse a elegir un subconjunto muy pequeño de un universo muy grande. Los rankings están en relación directa con el canon, es decir, aquellas obras que perduran en el tiempo, que han alcanzado estatuto de clásicos y están, por tanto, más allá de toda duda sobre sus valores estéticos, dedicados a fertilizar a las nuevas generaciones. No casualmente Harold Bloom cierra su estudio sobre El canon occidental con una lista –su ranking, pues- de las obras que según él pertenecerían a dicho canon. Los rankings son el canon de lo contemporáneo, una apuesta siempre provisional y un poco lúdica hacia el futuro eviterno. A pesar de que son básicamente un juego, a veces son tomados tan en serio que provocan peleas irreconciliables con los excluidos (más comúnmente entre la fauna de los poetas). A veces se toman tan en serio que se intenta alcanzar la lista ‘definitiva’ a través de amplias encuestas a diversos ‘especialistas’ como es el caso de la Ong neoyorquina Cinema Tropical (www.cinematropical.com) que elaboró su ranking del cine latinoamericano de la década preguntándoles a los expertos dentro del área de Nueva York. Pero no puede haber lista definitiva: en la mía, al menos, hay sólo 4 de su ‘top ten’, aunque confieso no haber visto las 115 películas que aparecen con al menos una mención. Pero bueno, lo divertido de los rankings son las listas en sí, así que vamos a ello. He aquí, hipócrita lector (mi semejante, mi hermano), mi apuesta. Está ordenada en forma cronológica, para evitar fatigosas jerarquizaciones internas (ya bastante difícil es escoger las 10 películas). Espero vuestros dardos.

  1. Amores perros (2000): El éxito del primer largometraje de González Iñárritu inaugura una década auspiciosa para el cine de esta parte del continente. La película, colorida, vistosa y virtuosa, despliega sus encantos con el deliberado afán de dejar boquiabierto al espectador, y lo consigue. A los críticos poco aficionados a las lentejuelas habría que recordarles, como lo hace Paul Julian Smith en un pequeño volumen enteramente dedicado al análisis de este film en la prestigiosa colección BFI Film Classics (honor que comparte únicamente con Los Olvidados para el área de Latinoamérica) que su despliegue formal no es gratuito, sino que está ciertamente imbricado con su representación de la ciudad de México como un mosaico de violencia, relaciones familiares en crisis, y el brillo engañoso de los medios y la publicidad. Mosaico con una estructura de historias paralelas y entrelazadas, que si bien no es invención de Iñárritu (Tarantino sería el antecedente más claro) sí está usada con maestría y resultaba novedosa en nuestro barrio. En estilo y temas, esta película (post)moderniza el cine latinoamericano, y demuestra que barrer en la taquilla y al mismo tiempo decir cosas interesantes es bien difícil, pero no imposible.

  1. La ciénaga (2001): Es difícil escoger entre las tres películas de Lucrecia Martel. Prueba de ello es que todas aparecen entre las 10 primeras de Cinema Tropical (he ahí una de las aporías del método de la encuesta). Pero, con lo mucho que me gusta La niña santa (2004), tiendo a coincidir con los críticos que le otorgaron a su primer largometraje el primer lugar. No sé si sea esta la mejor película de la década, pero no me cabe duda que está entre las mejores. Con una estética totalmente opuesta a la de Amores Perros, inaugura un minimalismo narrativo que será, como veremos, ley en el cine de autor latinoamericano durante toda la década. No hay secretos terribles ni pasiones violentas en esta hacienda de Salta a que refiere el título. Sólo anomia, parálisis moral, indiferencia brutal ante el transcurrir de la vida que una cámara quieta, tomas largas, diálogos escuetos captan a la perfección. Martel se las ingenia para intrigarnos, sorprendernos, conmovernos y aburrirnos, todo a la vez.

  1. Cidade de Deus (2002) De manera quizás similar a Amores Perros, esta película ha sido criticada por convertir la violencia de las favelas en un espectáculo. Y vaya espectáculo: colores inflamados, flashbacks vertiginosos, imágenes que se congelan por un momento para facilitar la narración en off, y luego prosiguen su ritmo frenético. Fernando Meirelles sabe que la violencia tiene algo profundamente cinematográfico, y para condenar esta premisa habría que condenar algunas de las mejores películas de la historia del cine. Además, sabe de lo que está hablando: la mayoría de los actores provienen de las favelas cariocas, y los principales protagonistas (Buscapé y Ze Pequeño) de la mismísima ‘Ciudad de Dios’. Tuvo además la suficiente apertura para incorporar al guión o directamente a la filmación los aportes e improvisaciones de su joven elenco, que sabía, mejor que nadie, cómo era la vida de las favelas. La violencia allí no es gratuita: es un modo de vida, y la única manera de salir de esta espiral, como hace el protagonista-narrador convertido en periodista, es vendiéndosela a otro público (nosotros), ávido de sangre… siempre que no salpique demasiado cerca.

  1. Los rubios (2003): Me resulta extraño poner en mi lista un film al que detesto tanto como admiro. Lo hago por dos razones: primero, porque se hace imprescindible colocar algún representante del documental, genero que muchas veces pasa desapercibido, o corre paralelo al ‘cine’, como si no fuera una parte de éste. Segundo, porque Albertina Carri logra decir algo totalmente nuevo sobre un tema para el que existen decenas y decenas de películas y libros: los desaparecidos en la dictadura militar argentina. Carri trata el asunto en clave posmoderna: fragmentación de la identidad, serie de mediaciones que desdramatizan el hecho traumático (la desaparición y muerte de sus padres, nada menos), narración siempre contemporánea y nunca en flashbacks, libre juego de las significaciones: pelucas rubias, muñequitos de lego. Alguien diría –y tendría toda la razón del mundo- que esa forma de jugar con la historia la adelgaza y trivializa. Alguien observaría –con agudeza- que lo que Albertina parece reprocharle a sus padres es que se hayan preocupado más por la revolución y la justicia social que por cuidarla a ella. Pero nada de esto anula sus méritos: a Carri lo que es de Carri.

  1. Machuca (2004): Hablando de dictaduras. En el film del Andrés Wood, la perspectiva infantil logra refrescar (sin llegar a contar otra historia, como Carri) el viejo tema de los últimos días de Allende y el advenimiento de la dictadura de Pinochet. El sueño imposible de la amistad entre un niño rico y uno pobre (amistad no exenta de conflictos y malentendidos originados en esta diferencia: no se trata de ser ingenuo) se hace posible bajo el “socialismo en democracia” del presidente Allende, y dura hasta que llegan los tanques y las botas para poner a cada quien en ‘su lugar’. Con una fina observación de los detalles significativos, y sin necesidad de ‘rollos’ discursivos, el director presenta todo el espectro de la sociedad chilena en este crucial momento histórico. Inolvidables las escenas de la leche condensada y los dos marchas pro y anti-gobierno: ¡El que no salta es momio!

  1. Los muertos (2004) Un hombre sale de una cárcel ubicada en la selva de la provincia de Corrientes, y va a buscar a su hija, a la que no ve hace muchos años. Pero esto no es el inicio de la película; es la película toda. Para Lisandro Alonso (sus otras dos películas lo confirman), no se trata tanto de la llegada como de la travesía. Un Ulises de lo cotidiano, cuyas ‘grandes aventuras’ son el sexo pagado, la compra de un vestido, el cruce de un río. Como Martel, como Reygadas, Alonso sabe hacernos sentir el tiempo, mientras acompañamos al circunspecto Vargas por los bellos pero sobrios paisajes de la selva. Un cine que nos (re)enseña a mirar, a contemplar, a disfrutar de la imagen parcialmente emancipada (pero no del todo: si así fuera no habría razón de continuar) de la servidumbre a la narrativa, es un cine que no podemos sino amar.

  1. Hamaca paraguaya (2006): La palabra ‘minimalismo’ nunca tuvo tanto sentido. El principio de ‘menos es más’ es llevado hasta sus extremos por Paz Encina. Y funciona, para nuestra sorpresa, de maravilla. En 1935, una pareja de ancianos campesinos habla en guaraní sobre el perro y sus ladridos, sobre la tormenta que se avecina, sobre el hijo que se fue a la guerra y nunca regresó. La cámara nos los muestra en una toma lejana que no nos permite la intimidad. Luego se dedican a sus labores cotidianas, a sus recuerdos, y al final del día regresan a su hamaca. Unas 10 tomas en total, fijas, y no más de 80 minutos. Además de contarnos una historia convincente, y de descubrirnos lo cautivante de lo cotidiano y la rutina, la directora nos enseña que para hacer (buen) cine no hace falta otra cosa que una cámara, un par de personas que se pongan delante de ella, y, sobre todo, tener algo que decir. Lo demás es lo de menos.

  1. Luz silenciosa (2007): Obra maestra de Carlos Reygadas, el primer mérito de la película es el de iluminar un paisaje bastante desconocido: el de la comunidad menonita en México. La película, o la mayor parte de ella, está hablada en Plautdietsch, un dialecto del alemán que data de la época medieval y que sólo se conserva entre estas comunidades. Los actores, no profesionales, son todos menonitas, y este no es poco logro con esta comunidad religiosa que se resiste a adoptar los valores de la modernidad. Su segundo mérito, el más importante, es que logra teñir de religiosidad y misticismo la historia aparentemente común de un triángulo amoroso hombre-esposa-amante. La infidelidad precipita una crisis de fe, y todo en la película, desde los diálogos hasta los largos minutos en que vemos el amanecer o las bucólicas actividades cotidianas de los menonitas, está impregnado por este signo: la fe. Al final, Reygadas se da incluso el lujo de reescribir o re-presentar Ordet, el clásico de Dreyer, en donde el milagro, pese a nuestro escepticismo y el de los propios personajes, se vuelve posible.

  1. Gigante (2009): La última ganadora del premio del jurado en el Festival de Lima es una historia acerca de un robusto vigilante nocturno de un supermercado que, en su circuito cerrado de vigilancia, empieza a fijarse en una de las limpiadoras y, a medida que crece su obsesión, amplía su seguimiento a todas las horas del día y a todos los lugares por donde ella transita. La cinta de Adrián Biniez es pues un comentario sobre nuestra sociedad mediática y panóptica, así como también es una reflexión sobre el cine y el voyeurismo del espectador, entre otras muchas posibilidades de lectura. La película tiene elementos de thriller (es una historia de acoso tanto como de amor, al fin y al cabo) que inteligentemente elige refrenar, logrando un dinamismo inusitado para el ritmo pausado con el que está narrada la historia. Rechazando por igual la lentitud poética de Reygadas o Alonso como el vértigo de Iñárritu o Meirelles, la película camina al mismo paso mediano y a veces distraído con el que Jara sigue a su amada por las calles, y así es capaz de complacer a muy distintos tipos de espectadores.

  1. La teta asustada (2009): Cerramos la lista –y la década- con este hito histórico del cine nacional. Entre las muchas hazañas que ha conseguido Claudia Llosa está la nada menor de atraer a las pantallas a multitudes de personas para enfrentarlas con un tipo de cine que quizás nunca hayan visto. En cuanto a la película en sí (capítulo aparte es su representatividad o no con respecto del resto del cine nacional) creo que los aplausos en el extranjero están justificados. Aunque no exenta de una dosis de exotismo en su afán de buscar lo pintoresco de los ritos y costumbres o sino llanamente inventarlos, al mismo tiempo representa con honestidad (sino pregúntenle a la gente de Manchay) la vida en los andinizados ‘pueblos jóvenes’, reflexiona con profundidad sobre nuestro traumático pasado reciente y en particular sobre la muchas veces escamoteada violencia contra la mujer, recupera (Magaly Solier tiene mucho que ver en ello) el lirismo trágico del alma quechua y critica a la clase alta que está dispuesta a servirse de este alimento espiritual sin retribuir equitativamente el beneficio. Por último, el talento como escenógrafa de la directora y la belleza de sus encuadres está establecido ya desde su primera película y aquí queda confirmado.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Sin huevadas


“Sin huevadas –me dijo hace poco un amigo mío- el Chino fue un gran presidente”. Y repitió: sin huevadas. Dejando de lado por el momento el debate político (baste anotar que aborrezco a los fujimoristas y neofujimoristas. aunque no impide que algunos -unos pocos, en realidad- sean amigos míos), me llama la atención esta extraña forma de argumentar, esta apelación criolla a la sinceridad. ¿Qué concepción se esconde detrás de esta aparentemente sencilla frase? En este caso, por ejemplo, se presume que condenar la dictadura fujimorista es sólo políticamente correcto o socialmente conveniente, mientras que en el fondo de su corazón o su conciencia uno mantiene a pie firme la nostalgia o admiración por este régimen –sin huevadas- injustamente satanizado. Sólo bajo este presupuesto, sólo pensando que los supuestos detractores del ‘Chino’ son en realidad sus secretos admiradores es que esta apelación a la sinceridad podría tener algún sentido.

La neta, dirían los mexicanos. A la franca, dirían otros criollos menos acriollados que mi amigo. En general, esta concepción de que uno tiene opiniones públicas y opiniones secretas, me resulta difícil de comprender. Puedo entender que uno trate de encubrir mediante opiniones, racionalizaciones y discursos impersonales, motivaciones e intereses personales. Sin huevadas: no quiero saber lo que piensas, sino lo que sientes; no quiero los argumentos sino el origen del trauma. Puede ser. Pero esto de que uno piensa una cosa y dice otra no tiene para mí ningún sentido, a no ser que estuviéramos en un régimen castrista o estalinista. Incluso en la dictadura mediática del susodicho ex-presidente (con mayor razón en una democracia como la actual) el ciudadano de a pie no vio afectada su libertad de expresión. Lo que uno dice que piensa es lo que piensa. Sin huevadas.

Javier de Taboada

martes, 9 de noviembre de 2010

Dos versiones de Aguirre


Lope de Aguirre (1510-1561) fue uno de tantos conquistadores españoles de la segunda hora. Nacido en Oñate, llegó al Perú pocos años después de que las hazañas de Pizarro y el fabuloso imperio incaico dieran la vuelta al mundo y atrajeran a tantos como él, en busca de gloria y riqueza instantáneas. Participó en las guerras civiles entre los conquistadores, luchando del lado del Virrey contra Gonzalo Pizarro, y formó parte de la expedición comandada por Pedro de Ursúa en busca de la mítica ciudad de El Dorado. Pero Aguirre no se ganó su lugar en la historia por sus descubrimientos geográficos o servicios militares, sino por su locura y su crueldad. El Loco que persiguió durante años y por todo el Virreynato al juez que se había atrevido a mandarlo azotar por quebrar las leyes de Indias, el Traidor que desafío al mismísimo Rey de España y le declaró guerra a muerte, El Tirano que ejecutó a decenas de sus propios soldados y de civiles por sospechas fundadas o infundadas de conspiración son las figuras de la desmesura que albergaba su cuerpo contrito y contrahecho. Por esta desmesura, y porque su historia está íntimamente ligada a uno de los mitos esenciales del imaginario americano, como es el de la búsqueda de El Dorado, la figura de Aguirre ha fascinado en todas las épocas a los historiadores, escritores y artistas de nuestro continente y de Europa. Por lo menos 2 cineastas de talla mundial, Werner Herzog (Aguirre, la ira de dios, 1972) y Carlos Saura (El Dorado, 1988), así como 4 escritores destacados, el venezolano Arturo Uslar Pietri (El Camino de El Dorado, 1947), el español Ramón Sender (La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, 1968), el argentino Abel Posse (Daimón, 1978), y el también venezolano Miguel Otero Silva (Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, 1979) han abordado in extenso el personaje en sendas novelas. No son por cierto las únicas figuraciones de Aguirre en la ficción, pero quizás sí las más representativas. Por ahora me concentraré únicamente en las dos primeras novelas referidas, dejando para otra oportunidad otras de las versiones sobre este ubicuo personaje.

Pero antes se hace necesaria al menos una apretada síntesis de la jornada al Dorado. La expedición, como dijimos, estuvo a cargo del gobernador Pedro de Ursúa, quien hacía poco había rendido importantes servicios a la Corona al reprimir una masiva sublevación de esclavos negros en Panamá, y financiada por el propio Virrey del Perú, con la esperanza de que la promesa del enriquecimiento instantáneo alejaría de Lima a los díscolos y perturbadores (como el propio Aguirre). La expedición empezó con malos presagios, ya que muchos de los bergantines construidos durante largos meses para atravesar el Huallaga se hundieron apenas echados al agua, y los españoles se vieron obligados a apiñarse y abandonar la mayor parte de sus pertenencias en tierra. Unos 3 meses después, los soldados estaban hastiados de la inactividad de sus días en la balsa, de las inclemencias de la selva y de la ausencia de noticias sobre el Dorado. A falta de otro culpable, y con no poca envidia, muchos acusaban a Ursúa de olvidar sus responsabilidades de líder por dedicarse a atender a su amante mestiza, la bella Inés de Atienza. Los amotinadores, entre quienes empezaba a destacar el liderazgo de Lope de Aguirre, finalmente asesinan a Ursúa y sus capitanes, y nombran como nuevo jefe a Fernando de Guzmán, un noble castellano que tenía los pliegos necesarios para el cargo. Pero acá asoma la desmesura de Aguirre, que no se conforma con cambiar de jefe, sino que hace nombrar a Guzmán como Príncipe y a todos los soldados renunciar a la soberanía de Felipe II en un documento escrito que él firma como “el traidor”. Además, convenció a sus huestes de que la conquista del Dorado no valía la pena, y lo que había que hacer era volver al Perú, para hacer la guerra a los funcionarios del Rey y tomar por fuerza el Virreynato. De modo que continúo navegando en el Amazonas hasta llegar a su desembocadura, ignoró olímpicamente los supuestos indicios de cercanía de la tierra soñada, y no paró hasta desembarcar en la isla Margarita (cercana a las costas de Venezuela), donde tomó preso al gobernador y principales, y estableció un reinado de terror mientras reparaba sus naves para emprender el viaje hacia el Perú. Tanto en la isla como en el trayecto por el río se multiplicaron las ejecuciones arbitrarias (entre ellas la del nuevo Príncipe), ya que Lope siempre sospechaba estar rodeado de traidores y cobardes. Posteriormente, desembarcó en Venezuela pensando llegar por tierra hasta Lima, logró hacerse de algunos poblados que sus habitantes habían abandonado al enterarse de su cercanía, y finalmente, pese a su superioridad numérica y de armas, perdió frente a las esmirriadas fuerzas reales, ya que la enorme mayoría de sus soldados se pasaron, primero de a pocos y luego masivamente, al campo del rey, acogiéndose a los perdones que ofrecía el gobernador para quienes lo hicieran. En su hora final, Lope mató a su propia hija para que no fuera “colchón de bellacos”, y murió de dos arcabuzazos. Su cuerpo fue desmembrado y su cabeza colgada como ejemplo para los rebeldes.

Tanto Uslar Pietri como Sender (a diferencia de otros autores) se atienen más o menos fielmente a estos hechos. Uslar Pietri, con un sentido de la acción narrativa que podría calificarse como cinematográfico, se atiene en buena medida al género de la novela de aventuras. El comienzo de la novela, de notable factura, permite dar una idea del estilo del venezolano de aproximarse al centro del relato de forma progresiva y como a través de círculos concéntricos. La novela comienza con el viento del Mar del Sur soplando sobre la costa del Perú. El narrador, como replicando la gran panorámica de una cámara, sigue al viento en su movimiento ascendente hasta la sierra, pasa fugazmente por Cusco, Lima y Trujillo, ciudades principales del Virreynato, atisbando algunas imágenes y sonidos, y finalmente se despeña en los picos más altos de la cordillera. Allí se convierte en niebla y se descuelga lentamente por el lado opuesto de los Andes, hasta llegar a Moyobamba. La cámara entonces (o foco, si se prefiere el término estrictamente narratológico) atraviesa bosques y campamentos de indios hasta fijarse en la luz de una antorcha sostenida por un mulato. Entonces empieza la acción. Y la acción que se empieza a contar es la de un personaje muy secundario de la expedición, el padre Portillo, quien es obligado con engaños a contribuir a su financiamiento. El siguiente capítulo nos mostrará, en una nueva panorámica, la vida en Santa Cruz de Saposoa, mientras los expedicionarios aguardan la culminación de los barcos. Escuchamos el ruido de la lluvia incesante, el de la tos de los enfermos, las pláticas y murmuraciones que nos dan una clara idea de las tensiones en el campamento, antes de instalarnos en la tienda del gobernador Ursúa. Aguirre aparece como un personaje secundario, entre varios otros, (aunque desde el comienzo con un aura de inquietante escalofrío), que sólo en la medida que avance la novela va a ir cobrando mayor protagonismo hasta tomar por asalto tanto el poder como el relato. Con una efectiva combinación de mirada panorámica y atención al detalle, Uslar Pietri respeta el principio realista de mostrar y no decir, sin explorar demasiado en la psicología de los personajes sino mas bien concentrándose en sus acciones, como es característico en la novela de aventuras (recuérdese el prólogo de Borges a La invención de Morel). El relato es un convincente y apasionante relato en donde las cuerdas están tensadas de tal manera que la situación se torna siempre insostenible, ya desde el principio para Ursúa, pero pronto también para Guzmán y para el mismo Aguirre.

Muy distinta es la aproximación de Sender, ya que si el venezolano actúa como novelista y guionista, el español asume un rol más cercano al de cronista e historiador, y a veces parece incluso abrumado por el peso de la historia. En contraste con el comienzo arbitrario, pero imaginativo y efectivo que reseñamos de Uslar Pietri, Sender empieza poniendo fechas (“El año 1559..”, primeras palabras del texto) y reseñando la historia de Pedro de Ursúa antes de la expedición al Dorado. Y si el narrador-camarógrafo buscaba volverse invisible, el cronista reivindica la propiedad del relato en sus cortas pero elocuentes acotaciones sobre el tejido de la trama: “como dije antes”, “como diré más adelante”. Las acciones resultan principales o secundarias, así como los personajes, en base a una perspectiva histórica y jamás en base al capricho del narrador que elige enfocarse en ellas. Así, el episodio del padre Portillo, que abría la novela de Uslar Pietri y ocupaba su primer capítulo, es reseñado de forma impersonal en par de párrafos para ilustrar las astucias de Pedro de Ursúa. Asimismo, su fascinación por las fuentes históricas lo lleva no sólo a reproducir in extenso los documentos originales atribuidos a Lope de Aguirre, sino incluso a inventarse algunos apócrifos. Esto último es un buen indicio de la concepción de la literatura detrás de la novela histórica de Sender. Mientras que Uslar Pietri simplifica, corta y recorta la historia, la somete a ampliaciones y reducciones para así convertirla en literatura, el procedimiento de Sender para operar la transmutación es el de densificarla, rellenar con la caracterización y el detalle el frío dato histórico. Así, por ejemplo, de cada uno de los soldados ejecutados por Lope de Aguirre, se ofrece una rápida semblanza, de sus aficiones o manías más saltantes antes de despedirlos definitivamente de la historia (y de la Historia). La literatura es pues aquí la complementación de la historia, el llenado de sus inevitables vacíos, su en-carnación 

Lo que se gana con la perspectiva de Sender con respecto a la de Uslar Pietri es una comprensión más compleja de las situaciones, un entendimiento más cabal de las motivaciones de los distintos personajes principales. En la versión simplificada de la novela de aventuras, los personajes de reparto son un poco monigotes, su psicología está reducida a algunos rasgos esenciales. Pedro de Ursúa es necio e imprudente; Fernando de Guzmán, un aterrado prisionero de circunstancias que lo sobrepasan (bastante menos caricatural, sin embargo que el Guzmán de Herzog). Sender en ambos casos se permite mostrar su habilidad, su capacidad de mando y de tomar decisiones inteligentes, así como también los errores de estrategia que los conducen a su trágico final. En contraste lo que se pierde, o mejor, lo que se gana con la perspectiva inversa, es el costado más insólito, desmesurado y fantástico de la historia de Aguirre, que permite la seducción literaria de un lector no especializado. Así por ejemplo, para Uslar Pietri Aguirre nunca duerme (lo que le da un carácter demoniaco y espectral), mientras que Sender racionaliza la leyenda y explica que “cuando dormía dos o tres horas tenía bastante y no quería más” (56). Para Uslar Pietri, los asesinatos de Aguirre no tienen ninguna otra lógica que la del capricho, la venganza y la crueldad. El Tirano es construido como un maniaco-depresivo que a veces muestra una extremada cortesía y respeto por sus súbditos (como cuando ofrece, en repetidas ocasiones y sin que nadie se lo pida, respetar la vida y pagar por los bienes de los vecinos de las poblaciones adonde llegan), para luego embarcarse en frenéticos ataques de violencia en los que no evita mancharse las manos de sangre. Sender transfiere la función de verdugo a los negros de la expedición y eventualmente a algunos españoles, y además trata de racionalizar lo más posible los crímenes, explicando en cada caso su función en obtener y conservar el poder, aunque llega un momento en que la total irracionalidad de su gobierno se hace inevitablemente manifiesta. Con todo, el novelista español logra construir un personaje un poco más plausible, mientras que el venezolano talla una figura legendaria y terrorífica. En conclusión, El camino de El Dorado es una novela más apasionante, construida con mayor atrevimiento y arte literario, en donde la técnica es más depurada precisamente por ser más invisible, en donde los elementos están cuidadosamente contrapesados y no hay lugar para la hojarasca, y dirigida hacia cualquier lector capaz de disfrutar de la magia de un relato. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre prefiere claramente un lector aficionado a la novela histórica o interesado en Lope de Aguirre, explora con seriedad y honestidad la dimensión histórica de este personaje central del imaginario americano y ofrece un retrato más convincente de la época y la mentalidad de los conquistadores. Por algo se dice que cada novela pide su lector.

Javier de Taboada

viernes, 5 de noviembre de 2010

El Demonio de la Antipoesía o Simplemente Virgilio Piñera

Esta historia como todo en la vida es un testimonio personal. Tan personal como el nombre del amigo que hace varios años tuvo la bondad de prestarme una antología del cuento cubano donde conocí por primera vez la obra de Virgilio Piñera. Ese cuento breve y emblemático titulado “El Insomnio” que narraba la historia de un hombre que no podía dormir sin lugar a dudas constituyó en su momento una gran influencia en mi estilo, pero más aún demostró las formas extrañas y opresivas que adopta el mundo. Virgilio Piñera nació el 4 de agosto de 1912 en Matanzas (Cuba). Sus primeros contactos con la literatura y el teatro fueron a través de la Hermandad de los Jóvenes Cubanos donde escribió sus primeros poemas. Debido a su precaria situación económica accede a estudiar con matrícula gratuita en la Facultad de Filosofía y Letras de La Habana, publicando entonces en diversas revistas como “Espuela de Plata” y “Orígenes” del célebre José Lezama Lima.
Su primer poemario recién aparece en 1941 con el título “Las Furias” en los “Cuadernos de Espuela de Plata”, aunque paralelamente cultivó el teatro con su pieza “Electra Garrigó” que puede ser calificada como una parodia de la tragedia griega.  Pero este artículo quiere resaltar sus cuentos, aquellas historias de humor negro que lo han hecho indispensable en la literatura latinoamericana. Sus cuentos en un principio al igual que sus poemas fueron publicados en diferentes revistas, por ejemplo “En el Insomnio” y “El Señor Ministro” en la Revista Anales de Buenos Aires dirigida por Jorge Luis Borges y luego otros en la Revista “Sur” y “Les Temps Modernes” tras una estadía en Buenos Aires.
Los cuentos de Piñera tratan con fina ironía temas cotidianos y apelan sobretodo al absurdo, poseen un estilo fragmentado y meticuloso que los hace incisivos y a veces crueles. De otra parte su amistad con José Lezama Lima ha dado origen a más de un comentario e incluso ha sido materia de alguna escena en la película “Fresa y Chocolate”, donde observamos a un aplicado Piñera al lado de su maestro Lezama Lima. En su autobiografía ha confesado: “Para mí escribir siempre ha sido una tortura”, lo que lo emparenta con otros escritores que consideran al acto creativo como un momento de sufrimiento, de expiación, yo por mi parte prefiero ver a un Virgilio Piñera más desenfadado, pero enfrascado en una lucha personal y agonizante con el lenguaje.
La colección de sus relatos aparece tardíamente en 1956 bajo el nombre de “Cuentos Fríos”, y su labor infatigable tras el triunfo de la Revolución Cubana le permitió impulsar el Suplemento “Lunes de Revolución” y hacerse merecedor al Premio Casa de las Américas por su obra teatral. Los últimos años de su vida los dedicó profundamente al teatro, del cual nunca se desligó y han quedado piezas como “Dos viejos pánicos” y la citada “Electra Garrigó”. Un 18 de octubre de 1979 muere de un infarto cardíaco luego de haber reconocido el éxito fuera de sus fronteras.
En lo personal no quiero mantener en mi memoria al Virgilio Piñera de “Fresa y Chocolate”, no quiero al escritor aplicado, sino al escritor cubano que se negó a participar en la Celebración del Día del Poeta porque para él: “Quien trabaja a conciencia su arte, quien estima la cultura, no como un entretenimiento elegante sino como destino dignamente recibido, no puede aceptar tales comedias”.

lunes, 11 de octubre de 2010

Como humo de tabaco

Ella se quedó con el niño y él, con el corazón destrozado, guardó las lágrimas bajo los párpados y le dijo adiós. No volteó a mirarla. Cruzó la avenida Enmel y sintiendo un ardor en el rostro comenzó a interrogarse acerca de qué es lo que le había pasado. Tanteó unos cigarrillos en los bolsillos, y con esfuerzo encendió uno. ¿Por qué? ¿qué hice mal? se decía, y un temblor le recorría el cuerpo instalándose en lo más hondo de sí, en sus proyectos más entrañables y en sus amores más verdaderos, y los socavaba, los quebraba, y en medio del caos sólo aparecía ella... y el niño.

Comenzaba a anochecer, y mientras él deambulaba por la calle, Mariana abrazaba y besaba con fuerza inusitada a su hijo: “Eres mi único amor Pablito, te quiero mucho” y lo apretaba fuerte, muy fuerte contra ella, porque sabía que Iván no volvería, y que era mejor así. “Tú vas a ser un hombre muy fuerte Pablito, y vas a cuidar de mí cuando sea viejita ¿no?” monologaba ella y se repetía que había tomado una decisión acertada. “Incluso era mejor para él, debería amar a una muchacha sin problemas, una chibola que lo lleve a bailar, a hablar tonteras, y que no le complique la vida como yo... a mí me basta con Pablito, no necesito otro amor...”

Iván encendía su tercer cigarro “¿y ahora cómo hago para olvidarla?” caminaba por los alrededores de la universidad y posaba sus ojos en los cuerpos frescos de las despreocupadas estudiantes. Se le antojaban lejanas y frívolas. “Mariana en cambio...”. Luego le invadía un temor grande, un miedo fuerte a nunca más amar, y le atropellaban unos celos extraños, una confusión respecto a Pablo, y el deseo fuerte de atrapar a Mariana en sus brazos, desnudarla y yacer con ella. Pero ahora todo era una quimera, y encendía otro cigarrillo, y sus ojos se fijaban en una estudiante de cabello castaño que reía con una inocencia que él ya había perdido para siempre. No pudo evitar sonreírle.

Ella acogió su saludo, y audaz le pidió un cigarro. Iván no se lo negó, e intentó caerle simpático preguntándole por su carrera. Pero era inútil, seguía pensando en Mariana, y no escuchaba lo que le decía. Ella sin embargo miraba sus grandes ojos tristes y con coquetería juvenil se esforzaba en despertar su atención. “Se ve tan frágil... pudiendo no obstante ser tan fuerte... algo lo ha devastado... necesita protección...” Por eso cuando él busco su abrazo, ella no se lo negó. Se dejó tomar del talle, y cariñosa lo acarició. Y hasta le hubiera dado sus labios... mas él la llamo Mariana, y ella entonces comprendió...

Pablo dormía, y Mariana velaba su sueño mientras doblaba su ropa y ponía en orden sus juguetes. Pensaba en el papá de Pablo. “Mi ex” se decía, y también recordaba con lástima a Iván. Sentía que lo había dañado. “Nunca debí decirle que sí... sabía que no funcionaría... pero sus besos eran cálidos... y estaba tan sola... además yo fui honesta con él desde el principio... le dije que no estaba segura qué pasaría... era su riesgo...” Mariana acomodó las frazadas de Pablo, y volvió a besar a su hijito dormido. “Sola es mejor” se volvió a repetir, pero le quedaba dentro una tristeza vaga, indefinida, como cuando se pierde una apuesta segura de ganar.


Luis Pacheco Abarca

lunes, 4 de octubre de 2010

Fitzcarrald, el rey del caucho


En 1942, con ocasión del IV Centenario del descubrimiento del río Amazonas, Ernesto Reyna publica una biografía de Carlos Fermín Fitzcarrald. Fitzcarrald es quizás más conocido por haber inspirado la película casi homónima de Werner Herzog: Fitzcarraldo (1982). Pero en una letra más o menos hay un abismo de diferencia. Para el director alemán “el verdadero Fitzcarrald no es un personaje muy interesante per se, sólo otro desagradable hombre de negocios a la vuelta del siglo [XIX-XX]” (Cronin, 2002: 171), de modo que creó un nuevo personaje sólo vagamente basado en el Fitzcarrald histórico.

¿Pero quién era este Fitzcarrald, qué imagen se tenía de él antes de la película? En realidad se trataba de un cauchero que llegó a ser muy poderoso e influyente durante los breves años de apogeo de explotación del caucho en la selva amazónica, y luego fue prácticamente olvidado por la historia[1]. Este texto de Reyna, publicado casi medio siglo después de su muerte, y cuarenta años antes de la película, es uno de los pocos intentos no sólo por rescatarlo para la historia, sino de encumbrarlo como modelo de peruano ejemplar.

Con este fin, Reyna lo presenta ante todo como un explorador y un patriota. Como explorador, su mayor hazaña fue el descubrimiento del istmo que, aunque en desuso, hasta ahora lleva su nombre, y que permitía conectar los ríos Mishagua y Manú, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando a la selva peruana el departamento de Madre de Dios, que hasta entonces miraba sólo hacia la selva boliviana, y estaba bajo la influencia de los caucheros bolivianos. [2]Pero su espíritu aventurero, se encarga de subrayar Reyna, era superior a su afán de lucro; por eso continúa explorando los ríos de la selva y se adentra por pasos considerados peligrosos o impracticable, ya sea por sus rápidos y cascadas, o por los indios hostiles que los habitaban. También le atribuye Reyna la fundación de la actual capital de Madre de Dios, Puerto Maldonado, que habría bautizado así en honor del explorador Faustino Maldonado, quien pereció en esta zona. No escasean aquí las comparaciones con “la sangre heroica de los Conquistadores del Perú”, con Francisco y Gonzalo Pizarro, cuya gloriosa senda prosigue Fitzcarrald. Reyna incluso da cuenta de “un viejo rumbero, de apellido Reina [sic]”, quien “dejó una carta en la que hablaba de un cauchero Fitzcarrald que había descubierto la quimérica tierra del oro [El Dorado][3]” (20)

En cuanto a su patriotismo, Reyna lo presenta tempranamente de voluntario para combatir en la guerra del Pacífico (con tan mala suerte e ironía que termina siendo hecho prisionero y condenado a muerte por sus compatriotas a raíz de un malentendido, y salva milagrosamente). Más tarde, Fitzcarrald nunca olvida izar la bandera peruana y entonar el himno nacional en los territorios conquistados, e impone en sus caucherías las “bravas marineras con estribillos y lemas que hablaban de una hegemonía peruana de la selva” (p. 77). Se niega rotundamente al plan de los pérfidos caucheros brasileros y bolivianos de conformar una separatista ‘República del Acre’ y combate a fuego a los intransigentes.

En el momento de mayor exaltación de su panegírico (que curiosamente no ocurre hacia el final de la obra, sino en el medio), Reyna llega aponerlo así:
“La figura de Fitzcarrald con los años se acrecentará, hasta transformarse en un símbolo nacional. Será la síntesis de nuestra raza mestiza, fusión de sangres europeas y americanas, nacida en la entraña de los Andes.” (80)

No hace falta acudir a otras fuentes para darse cuenta que no sólo esta hipérbole, sino todo el proyecto de Reyna de convertir a Fitzcarrald en una suerte de héroe del capitalismo, se vuelve pronto insostenible. Reyna expulsa los muchos relatos que presentan al cauchero bajo una luz más que sombría hacia un apartado titulado “La leyenda negra”. Entre las acusaciones y “embustes que forjaron malévolamente […] muchos enemigos y envidiosos” están las de ser un “terrible matón” y la de actuar como Soberano medieval en los territorios de la Amazonía, por su magnificencia y boato, así como su dominio sobre la vida y la muerte de todos cuantos vivían en la zona. Estos “embustes” terminan sin embargo por colarse en la propia versión de Reyna, que para empezar, habiéndonos informado que fue de la “leyenda negra” de donde nacieron calificativos como ‘Rey del Caucho’ y ‘Señor Feudal del Ucayali”, termina por titular a su obra con uno de estos calificativos denigratorios. Pero no queda allí la cosa. Después de alabar la “astucia” e “indomable energía” de Fitzcarrald para dominar a las “tribus salvajes” haciéndoles creer que era el enviado de los dioses, Reyna agrega, en tono condescendiente: “Fitzcarrald llegaba hasta la audacia de tener policía particular, dictar leyes y no reconocer más autoridad que la emanada de su persona.” (29) Y más adelante: “En estas soledades […] no había más ley ni legislación que la del calibre 38. Los rifles consagraban el dominio territorial y santificaban los crímenes.” (73) De manera equivalente, es a la prosa del biógrafo a la que le toca santificar los excesos y crímenes de la “reyecía” de Fitzcarrald. Estas cosas las suelta Reyna como guiñando un ojo al lector y extremando su comprensión para con aquel gran hombre, y parece no darse cuenta que mucho no se diferencian de los “embustes” de la leyenda negra.

Capítulo aparte (y final) es la visión de los indígenas que se perspira en el libro de Reyna. Fitzcarrald tiene para él el mérito de haber fundado numerosos poblados para abastecimiento de sus caucherías, y así haberse convertido en el gran colonizador “de estos nuevos territorios, despoblados de civilizados”. Esta doble equiparación de los nativos con la barbarie, por un lado, y con la mera inexistencia, por otro (al tratarse de territorios despoblados[4]) tiene por cierto una larga tradición en el discurso de los vencedores de la Conquista y la Colonia de nuestro país. Y para que no falte ninguno de los lugares comunes del racismo hispánico, los equipara con bestias, si bien de manera implícita, en otra parte de su relato: “Viajan muchas personas decentes, caucheros adinerados, militares y marinos de alta graduación, y en la clase segunda viajan, atestados, chunchos [término despectivo para los nativos, cabe observar] y reses.”
Si Reyna trata de levantar un pedestal para este desagradable capitalista de fines de siglo (para decirlo en términos de Herzog) es porque, evidentemente, comparte sus presupuestos ideológicos. Hoy, más de medio siglo después, tanto el cauchero como su biógrafo parecen haber quedado confinados a las páginas menos ejemplares de nuestra historia reciente. Ojalá.

Javier de Taboada


[1] No totalmente, ya que deja sus huellas en la toponimia al nombrar una pequeña provincial de Ancash, que fue su lugar de nacimiento.
[2] Es en el tránsito de este istmo de donde surge también la película, ya que para cruzar de un río a otro debió transportar la nave a través de los 11km del istmo. Aunque Fitzcarrald desarmó la nave para lograrlo, y Fitzcarraldo (y Herzog) la hace pasar entera, los trabajos y dificultades no parecen tan disímiles, tomando en cuenta que el casco de la nave original ya era lo bastante grande y pesado como para requerir de varias cuadrillas de indios, y un sistema de poleas y troncos, seguramente similar al que se ve en la película.
[3] En otra parte de la obra, Reyna brinda una explicación de la leyenda: las ruinas de Tonquini, que Fitzcarraldo exploró, “se transformaron por obra de la fantasía en el Gran Paititi, o El Dorado” Este tema permite conectar en cierta manera las dos películas que Herzog filmó en el Perú (la otra es Aguirre, la ira de Dios)
[4] En este sentido, la película de Armando Robles Godoy sobre la colonización de la selva, La muralla verde (1970), no anda demasiado lejos de las premisas ideológicas de Ernesto Reyna, como hemos estudiado en otro artículo.

martes, 28 de septiembre de 2010

¡Llegó el día!

Hace poco se celebró en México y en Chile el día central del Bicentenario de su independencia. Yo justo había llegado al DF un par de días antes, sumido en otros calendarios. El 15 de setiembre todos los diarios recordaban con distintos tonos, la histórica fecha, pero me llamó la atención uno que titulaba simplemente: “¡Llegó el día!”. En ese momento me di cuenta que mucha gente había estado esperando la fecha, deshojando el calendario para lanzarse a las calles a celebrar.

Así vivimos. Marcando fechas, contando días, marcando cuentas regresivas. Faltan tantos días para las elecciones municipales, para las presidenciales, para el Mundial de Fútbol, para la Navidad, para el estreno de la nueva serie. Y las personales, que quizás sean al final del día las que más nos importan: falta ya poco para el matrimonio de mi hermana, para la llegada del hijo que está en camino, para salir de vacaciones, para emprender ese esperado viaje, para celebrar mi cumpleaños, para cobrar el sueldo. Es nuestra manera, la única que tenemos, de darle sentido al tiempo, de que no sea sólo esa imperturbable continuidad que nos traga, nos quiebra o nos envejece.  Tenemos que crearnos la ilusión de tener algún control sobre él, y por eso multiplicamos los plazos. Pero ya lo dice el viejo y conocido refrán: “No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”. El dicho sólo se equivoca en su segunda mitad, porque es cierto que las deudas –aún si por ello entendemos no sólo las financieras, sino una noción general de justicia, en ‘pagar por lo que se hizo’- muchas veces nunca se pagan. Pero de lo que sí podemos estar plenamente seguros, tanto como de nuestra muerte, es de que todo plazo que fijemos, toda fecha que marquemos en el calendario del futuro, va a llegar. Y va a pasar. Y nos va a dejar con una sensación de desagrado y desconcierto. Hasta que nos recuperemos y marquemos otra y empecemos a contar –una vez más- los días que faltan.

Javier de Taboada

sábado, 18 de septiembre de 2010

Un cuento de esa época

LA ÚLTIMA CITA EN EL PARQUE


-Llegaste tarde- dijo la mujer mientras el viento jugaba con su cabello y las hojas secas del parque se enredaban entre si.
Había esperado tantas horas sentada junto a la pileta, imaginado tantas peleas para cuando él llegará.Pensó en gritarle, golpearle el rostro, darle la espalda, caminar unos metros, volver y decirle: "Te amo", para luego abrazarlo fuertemente y olvidar lo sucedido.
Pero como nunca antes sólo pudo decir: "Llegaste tarde".
-Lo sé- contestó él con un tono de voz mezclado entre angustía y melancolía. Un pequeño silencio hizo eco de su respuesta. Sacó las manos de los bolsillos para encender un cigarrilloy con una de las manos  libres se arregló el cabello  para un lado. Levantó el rostro y dirigió los ojos a la mujer.
-Estuve con ella-pronunció suavemente, luego bajó la vista.
La mujer agacho la cabeza como dolida por esas palabras, pues aunque lo sabía de antes ( por las llegadas tarde a la casa  y las manchas de rouge en el cuello) el hecho de que se lo dijera él mismo era algo inesperado.
Pasaron unos segundos en los que ambos perdieron su atención en difernetes cosas, tal vez en el color y forma de las nubes, quiza en las palomas o en las bancas de madera, o a lomejor en uno que otro recuerdo.
-Ella? Por qué?- preguntó la mujer con una voz triste, en momnetos en que limpiaba unas lágrimas que rodaban  por su mejilla .
-Y para hablarme de ella me citas en un parque?, como si yo fuera la amante. Por qué no me lo dijiste en la casa?- terminó de preguntar con una voz tránquila, quizás ahogando el llanto en la garganta.
Él intento hablar, pero acabó aspirando fuertemente el cigarrillo. Recordó lo que había pensado decirle: " He decidido terminar contigo, voy a vivir con la otra.".
Exhaló lentamente el humo, intentando formar pequeñas argollas, mientras pensaba en la otra, la otra, su amante , la mujer de piel suave y de anchas caderas; la que lo hacía soñar como cuando era un adolescente, a la que le había prometido - momentos antes- separarse de su esposa. Su esposa, la mujer que estaba ahora frente a él, , acabada, un poco gorda, con un aroma a cocina, con ciertas arrugas bajo lo ojos, el cabello horquillado, la piel reseca,  y la ilusión de criar un hijo.
Volvió a aspirar fuertemente el cigarrillo y a medida que el humo iba saliendo de sus pulmones tomó el valor suficiente para hablar.
-Yo- dijo él mirando el cielo, buscando entre las nubes la fuerza necesaria para acabar con esa relación de años.
-Yo- repitió como esos niños indecisos que no se aprendieron la lección.
-Yo- balbuceó tímidamente mientras no podía evitar un leve temblor en sus piernas.
Giró el cuerpo dándole las espaldas,el viento soplaba, las ramas se bamboleaban de un lado a otro.En el agua de la pileta se formaban pequeñas  olas y él, él justificaba su decisión,pensando para sí que la vida es una simple elección d euna u otra cosa, que nada es eterno, y que en un determinado momento todo tiene que acabar.
-Yo- pronunció soltandó el cigarrillo a medio fumar. Luego volteó resueltamente.
-Yo- reafirmo mientras apretaba sus manos contra su rostro.
-Yo- te amo mucho y nunca te voy a dejar.
Como un tácito perdón ella se paro y lo abrazó. Después se tomaron de la mano y caminarón por el parque.





Edwing Alvarez Fernandez