miércoles, 2 de octubre de 2013

Apología del cine lento









El espectador común va al cine a entretenerse, a dejarse llevar por la perfecta maquinaria de los efectos visuales y las emociones narrativas. No quiere decir esto que no tenga una opinión sobre lo que acaba de ver: la tiene, aunque no sea capaz de desarrollarla en más de tres palabras: ‘me gustó’, ‘no me gustó’, ‘buena’, ‘mala’. Puesto en apuros de explicar porqué una película le pareció mala, casi siempre recurre a un adjetivo peculiar: “muy lenta”. No pretendo ahora burlarme de la falta de elocuencia de los aficionados; en realidad entre el mundo de las imágenes que disfrutamos (o no tanto) en la pantalla, y el de las palabras, al que nos vemos impelidos cuando abandonamos la sala, media una distancia tan grande que hace falta mucho entrenamiento y algunas horas de masticación mental para elaborar un argumento coherente sobre lo que se acaba de ver, sus méritos y deméritos. Cualquier crítico de cine, por trajinado que sea, que se haya visto obligado a comentar una película inmediatamente después de la proyección, habrá sentido la dificultad. 

Pero sí me llama la atención que el primer calificativo que se le enrostre a una película para descalificarla, sea el de la lentitud (en otros contextos culturales, como en EEUU, el reproche por excelencia no es éste sino el de su inverosimilitud o predictibilidad). ¿Por qué es tan espantosamente malo que una película sea “lenta”? Seguro porque nos hemos acostumbrado a que una película sea una montaña rusa de explosiones, persecuciones, peleas coreográficas, situaciones extremas, aceitadas por una tensión que se va construyendo en todos los demás minutos de la película. Es decir, toda película empieza con una situación problemática que se va volviendo más y más insostenible, hasta que estalla, se nos permite una brevísima pausa para recuperar el aliento, y nuevamente las tuercas del suspenso empiezan a ajustarse hasta crear una nueva situación insostenible, pero de más grandes dimensiones que la primera, con un estallido más espectacular, y así hasta llenar las dos horas de pantalla. Pareciera aquí que estoy hablando del género de acción/aventura/suspenso, pero en realidad esta es la estructura de todos los géneros de Hollywood: cambiemos las explosiones y persecuciones por situaciones absurdas y ridículas, y tendremos una comedia; por situaciones equívocas y de pareja,  y tendremos una comedia romántica. Y así va, siempre incrementando la tensión, dejándola descargarse un poco, y volviendo a incrementarla, hasta llegar al glorioso final.

Así hemos aprendido a ver películas, y así nos hemos olvidado de ver, sin más. Las imágenes pasan por nuestros ojos, pero no se registran, sólo pasan. ¿Cuántas veces, ante un plano panorámico espectacular o un efecto especial bien logrado no hubiéramos querido disfrutar un poco de la imagen, paladearla? Pero no hay tiempo; el plano promedio en el cine contemporáneo de Hollywood tiene una duración de entre 2.5 y 4 segundos. Cuenten: 1, 2, 3,4, cambio de plano. Se gastan miles de dólares en grabar una escena que permanecerá, quizás, 10 segundos en la pantalla. ¿Se puede llegar a ver algo a esta velocidad, algo que no sea una sucesión frenética de imágenes que nos atacan? Lisandro Alonso, un cineasta “lento”, decía que dejar una imagen por un tiempo mayor al estrictamente necesario para ‘leerla’ y comprenderla hace que el espectador aprenda a contemplarla realmente. No a simplemente registrarla, check: “un río caudaloso”, deducir y sus implicancias narrativas: “peligro”; sino a contemplar los borbotones de agua que revientan y se transfiguran en su bella amenaza, como quien contempla las olas del mar. Pero este es un arte delicado, dice también Alonso, un equilibrio difícil, porque si se deja el plano unos momentos extra, el espectador contemplativo deja justamente de mirar, y se distrae: “¿Me acordé de ponerle llave a la puerta de la casa?”.
No me malentiendan: yo amo el cine lento, pero aprecio también la trama, la intriga, alguna motivación que haga que el espectador (yo) quiera seguir viendo la película hasta el final. Amo el cine lento, pero detesto el cine “poético” en el que las imágenes se bastan a sí mismas y no importa casi la razón por las que unas suceden a otras, en el que los cabos de la causalidad narrativa se desatan y naufragan en un mar de exasperante belleza. Creo, como cualquier habitué de CinePlanet, que el gran poder del cine está en contar historias a través de imágenes, y no sólo en elaborar estas últimas. Solamente que no creo que las únicas historias que vale la pena contar sean aquellas que se parezcan a una carrera desenfrenada de autos, de naves, o de cuadrigas. Alguien dijo que el cine es la vida sin las partes aburridas, pero la verdad es que es en estas partes “aburridas” donde se van decantando los grandes momentos de nuestra vida que siempre recordaremos, los lazos que perduran, los logros o fracasos que nos marcan.  No (o no sólo) el descubrimiento sino su cuidadosa gestación, no sólo el estallido sino sus prolongadas consecuencias, no sólo la muerte sino la penosa agonía y los eternos días del duelo. Grandes maestros nos han enseñado este delicado arte: Michelangelo Antonioni, Jim Jarmusch, Aki Kaurismaki, Michael Haneke, Carlos Reygadas, Claudia Llosa, por mencionar sólo algunos aleatoriamente, y con muy diversos estilos. 

Reconozco que el gusto por el cine lento es un placer que tiene que aprenderse, como tiene que aprender a paladear la comida el ejecutivo acostumbrado a almorzar en 5 minutos yendo de un lugar a otro o hablando por teléfono. Pero vale mucho la pena. Aburrámonos un poco, algunas veces, cabeceemos en el cine, salgamos perplejos preguntándonos cuál es el supuesto mérito de una película “tan leeeeenta”. Y de pronto, un día habremos aprendido a acompasar nuestro cerebro con las imágenes y quedaremos fascinados con el resultado. Para siempre.

sábado, 3 de agosto de 2013

Algunas peliculas de fantasmas







Javier de Taboada
Dice Kevin Wetmore[1] que Patrick Swaize (Ghost, 1990) fue una de las víctimas del 11 de septiembre del 2001. Es decir, luego de la ola de fantasmas existenciales que tiene su clímax en esta comedia romántica superexitosa, y tras el derrumbamiento de las torres gemelas, los fantasmas cinemáticos se vuelven violentos y malditos, retornando así a su original tradición gótica, con un colorido posmoderno. 

La aparición de espectros es cosa antigua en un arte que desde sus inicios ha sido comparado con lo espectral, lo fantasmático y la prestidigitación. Pero, si bien existen ejemplos que citar del periodo mudo, empezando  por el gran mago del cine, George Meliès, un primer auge de este tipo de historias ocurre desde fines de los 30 hasta comienzos de los 50. Muchas son, como Ghost, historias de amor, en donde el giro ingenioso consiste en que uno de los amantes está muerto. Películas como The Ghost and Mrs. Muir (1947), Portrait of Jennie (1948) y The Uninvited (1944) exploran las múltiples (a veces jocosas, a veces dramáticas) dificultades de amar a un ser incorpóreo. Muchas décadas más tarde, Ghost añade una vuelta de tuerca explorando las dificultades de amar a un ser vivo cuando uno es un fantasma.

Pero, pese a la próspera tradición de los fantasmas románticos, es claro que a la mayoría de gente hablar de fantasmas no le produce impulsos erógenos, sino más bien tanáticos, es decir, de miedo o terror. Los fantasmas, si es que existen, si son verdad esas historias que a veces nos gusta contar alrededor de una fogata que no logra aplacar el frío que nos va agarrotando ni iluminar esos inquietantes sonidos que percibimos a lo lejos, no son ni guapos ni nobles ni se parecen a Patrick Swaize. Los fantasmas son malvados, perversos o vengativos y en eso se remontan a los de la literatura gótica del siglo XIX, con sus altos castillos y viejas mansiones de habitaciones innumerables y puertas chirriantes, en cuyos aposentos mora alguna víctima de un crimen o un suicidio. Elementos todos que persisten en muchas películas de fantasmas, sobre todo después de la ola romántica, en la década de los 60. 

¿Existen los fantasmas? Quizás lo más perturbador de su existencia sea precisamente el no poder nunca afirmarla con certeza, el quedarnos permanentemente con la duda. ¿Fue el viento? ¿Fue sólo el reflejo de la luz de un auto que pasaba? Queremos convencernos de que todo es explicable racionalmente, pero persiste una implacable duda: ¿y si es algo más? Y asimismo, si decidimos abrazar la  posibilidad sobrenatural, nos queda la desagradable sospecha de estar haciendo el tonto. Algunos clásicos del género asumen con maestría tal ambigüedad, y no les faltan admiradores que aseguran que son mucho más terroríficas que las de terror gore de nuestros tiempos, con cuerpos desmembrados y sangre salpicante. En The Innocents (1961) y The Haunting (1963), basadas respectivamente en novelas de Henry James (Otra vuelta de tuerca) y Shirley Jackson, los espectadores nunca terminan de discutir si realmente hay fantasmas en esa mansión decimonónica, o lo que se nos está contando en verdad es la inmersión en la locura de la protagonista. Una puerta de roble que se comba como plástico, un rostro que surge desde el fondo del espejo o a través de la bruma, son los modestos efectos especiales de este tipo de terror psicológico que funciona cuando nos identificamos con la protagonista y con sus pensamientos desquiciados pero perfectamente razonados. Al cierre del siglo volvería este terror psicológico en las sorprendentes The Sixth Sense (1999) y The Others (2001), aunque aquí se trata de un giro terrorífico que genera una ambigüedad retrospectiva (e idealmente,  la compra de un nuevo boleto), mientras que los clásicos de los 60 mantenían una ambigüedad constante.
Si bien los aficionados a esta variedad del cine de terror son bastante fieles, no son muy numerosos. Si los fantasmas, de acuerdo a los testimonios de primera mano, son sobre todo percibidos (como energía) y a veces quizás oídos, resultan muy pobre material para un arte esencialmente visual. Los vampiros, los zombis, los demonios y hasta los hombres lobo han tenido mejor suerte en la pantalla que los elusivos fantasmas. Poltergeist (1982) cuenta también una historia de fantasmas, pero con los espectaculares efectos especiales que todos quieren ver. Y tras el reblandecimiento de los 90,  después del 9/11 del 2001, todos los subgéneros del terror se vuelven más violentos y menos empáticos y los fantasmas, las contadas veces que aparecen, no son la excepción. The Ring (2002), 1408 (2007), o Insidious (2010) muestran fantasmas que ya no necesitan terapia psicológica, revelar un secreto culposo o comunicar un mensaje amoroso, sino que quieren, de la manera más llana, destruir a todos los que se le acercan, quitarles la vida, o cuando menos jodérsela. 

En conclusión, los fantasmas en el cine siguen las demandas propias del medio en el que se insertan, y al mismo tiempo se van alejando de lo que nosotros hayamos percibido u oído de experiencias extrasensoriales en primera persona. El cine es pues ante todo un espectáculo, y si los fantasmas quieren danzar en él, deben ponerse su traje de fiesta.


[1] Post 9/11 Horror in American Cinema, New York: Continuum, 2012.

sábado, 25 de mayo de 2013

Mitologías






                                                                                                            Javier de Taboada

En 1957 un relativamente joven Roland Barthes sorprende a los lectores franceses con un libro titulado Mitologías. Sorprende, digo, porque en esta recopilación de artículos no aparece ni Artemisa ni Zeus, ni Juno ni Mercurio, ni Thor ni Odín, ni mucho menos Pariacaca y Vichama. El libro empieza con un análisis del difícil arte del cachascán, y contiene comentarios sobre el vino francés, los marcianos y las películas de romanos. ¿Por qué entonces mitologías? Barthes ofrece una explicación en las 60 páginas de su ensayo final, pero podríamos osar resumirlo así: la mitología es el encuentro entre la ideología y la semiología (ciencia recientemente fundada, entre otros, por el propio Barthes). Es decir, la mitología tiene que ver con el enciframiento, desciframiento y reconocimiento  de los signos que expresan la ideología. El ejemplo que pone el semiólogo francés es el de una portada de la revista Paris Match, donde “un joven negro vestido con uniforme francés hace la venia con los ojos levantados, fijos en los pliegues de la bandera tricolor.” (207). En una sola imagen (y mitificador será el que tiene la habilidad de generar tales imágenes), el imperialismo francés logra comunicar su supuesta aceptación espontánea e igualitaria, en una época en que las colonias francesas de África pugnaban por independizarse.

De los brillantes análisis de Barthes sobre la cultura burguesa contemporánea que contiene este libro, parece no haber quedado en el inconsciente colectivo sino una palabra: su título. Quiero decir, ya nadie se sorprende demasiado de que “mitos” no refiera necesariamente a marmóreos personajes de épicos relatos. Hablamos de los “mitos” sobre el aborto, de los mitos de la economía de mercado, mitos sobre el sexo, en fin, mitos sobre cualquier cosa que no nos parezca bien. Hablamos, sí, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de mitos? Parece que en el lenguaje de los empíricos, un mito viene a ser una creencia falsa pero extendida. Y su opuesto es, por supuesto, la verdad. En una rápida busca en google encontré “mitos y verdades” referidos a: el tamaño del pene, la Atlántida, la clonación, el fin del mundo en el 2012, la llegada del hombre a la luna, la preferencia de las mujeres por los negros zapatones. El mito quedó reducido a una mentira.

Lo más sorprendente quizás sea que esta versión simplificada de los mitos no se encuentra tan alejada de la concepción barthesiana. La ideología es una estructura de creencias falsas pero extendidas. Claro que no se trata solamente de decir la verdad. La ideología es efectiva porque se encuentra naturalizada, porque parece ser  lo más normal para el creyente, y pensar lo contrario sería absurdo. Los signos ideológicos, las mitologías, se pueden analizar, explorar, contestar, antes que negar de plano. Desmitificar es –o debería ser- deconstruir.

Pero en la retórica de callejón, desmitificar es simplemente una etiqueta que se pone para atacar a alguien que ha sabido ganarse el respeto de la mayoría. Un buen ejemplo de esto es el artículo de Frank Keskleish que postea para afear mi muro mi a veces perezoso amigo Alvaro Pinto. El blogger pretende “exponer la verdad” sobre el “pasado pro terrorista” de Javier Diez Canseco y así “desmitificarlo”. El post fue escrito antes de su muerte, ante la noticia de su cáncer generalizado, lo que le añade un turbio ensañamiento, pero lo excluye del argumento “no hay muerto malo” que analizamos en nuestro último post. Debajo del resonante título, sólo ascuas. El blogger no pasa de demostrar que JDC era un político de izquierda radical, como él mismo dijo siempre, y como sabe cualquiera que haya escuchado durante más de un minuto a JDC. La asociación con el terrorismo es totalmente mitológica. En mi artículo sobre JDC, decía que en el lenguaje de los autodenominados liberales  JDC es un rojo. Ahora Keskleish me demuestra que su miopía es más profunda de lo que pensaba, y que no existe para ellos diferencia alguna entre ‘rojo’ y ‘terrorista’. Tan ideologizado (y mitificador) está el blogger que cree que está argumentando a su favor cuando cita unas declaraciones de JDC a poco del surgimiento de Sendero Luminoso:
“[Existe] una campaña de la derecha destinada a involucrar a toda la izquierda en el terrorismo con la finalidad de aislarla y reprimirla, para arrinconarla en la clandestinidad. Denuncian también la posibilidad de que algunos hechos sean provocaciones cometidas por el mismo aparato represivo y rechazan la actitud infantil, sectaria y provocadora de Sendero Luminoso que, dicen, le hace el juego a la derecha.

Cómo cree el blogger que esta es una “justificación del terrorismo” es algo que escapa a mi comprensión. Obviamente la visión de Sendero Luminoso y toda la problemática conexa no va a ser la misma desde la izquierda que desde la derecha, pero para el fanático todo lo que no calce en su molde ideológico es un error, una mentira o una provocación. El blogger anuncia pomposamente desmitificación, pero lo que hace es precisamente mitificar, crear el mito de la izquierda peruana que cumple el papel de los villanos en el melodrama liberal. Para parafrasear a Haya de la Torre: ¿Quién desmitifica a los desmitificadores?

sábado, 18 de mayo de 2013

No hay muerto malo








Javier de Taboada

Mi amigo Sandro Denegri me recuerda una frase de su abuela: “Todos los muertitos son buenos”, a propósito de mis (y en general, las) excesivamente elogiosas frases derramadas en honor a Javier Diez Canseco. Yo conocía la frase, por supuesto, pero en una versión bimembre, cortesía de mi padre: “No hay muerto malo ni novia fea”. Detengámonos un momento en la segunda parte del adagio. “¡Qué linda la novia!”. Esto es pues, lo que hay que decir, por un mínimo nivel de cortesía, si no es con sincero entusiasmo. ¿No es cierto? ¿Alguno de ustedes, amigos lectores, levantaría su copa de burbujeante champán, la tocaría resonante con un tenedor para pedir la palabra (ya que nadie lo invitó a hablar), y diría públicamente: “Yo no soy ningún hipócrita, tengo un compromiso con la verdad, y la verdad de la milanesa es que la novia tiene cara de camello, cuerpo de vaca, y además es más puta que las gallinas, y ha tirado con la mitad de los invitados a esta fiesta, y si no tiró con la otra mitad es porque no le atracaron.” ¿Alguno de ustedes pronunciaría un discurso semejante?

Sin embargo, esto es exactamente lo que hace Aldo Mariátegui en su gesticulante retorno a la prensa escrita en una provocación en forma de columna titulada soberbiamente “Sin hipocresías”. Pero más allá de este deleznable personaje, a quien no vale la pena comentar, retorno a la reflexión más general y más interesante de mi amigo Sandro. ¿No hay muerto malo? Yo creo, y esta es una lección que aprendí de la muerte de mi padre, que la muerte sí otorga un balance y un cierre, en donde las pequeñas rencillas, fricciones, incomprensiones, que permean e incluso constituyen el día a día de la vida familiar –o de la lucha política- carecen totalmente de importancia. Por eso es que regodearse con minucias excrementicias de supuesta corrupción, no sólo altamente dudosas sino completamente olvidadas, como hace el bisnieto equívoco de otro hombre que también fue la izquierda de su tiempo, parece mezquino, cochino y supino.

Pero, me dirán, cuando uno hace un balance éste puede resultar negativo. “JDC fue congresista por más de 20 años y nunca hizo nada práctico por el Perú”, escribe también Sandro. A esto yo, que vivo en el país de los empíricos, acotaría que en efecto, JDC nunca resolvió un problema como gobierno, porque nunca fue gobierno, y la única vez que pudo serlo se las ingenió para romper rápidamente con el oficialismo. Pero lo práctico no se restringe a lo administrativo. En realidad, el tener los pies en la tierra, plantear estrategias antes que fines, y metodologías antes que teorías son requisitos básicos para cualquiera que quiera hacer carrera política. La reflexión profunda, la ensoñación, el odio o el menosprecio pueden funcionar bien en otros oficios, no en éste. A veces, claro, se cola una excepción, como Toledo, un político un poco torpe que nos mantuvo en el hilo de la gobernabilidad por casi 5 años. JDC fue un gran político, entre otras varias razones, porque tuvo este instinto operativo altamente desarrollado.

Volvamos al título. Sí, es cierto, el balance de la muerte es desbalanceado, porque tiende a privilegiar el lado más luminoso del difunto. Y no deja de haber algo de sabiduría en esta costumbre popular. Resaltar lo bueno sobre lo malo es contribuir a darle sentido a esa existencia que nos ha acompañado desde las paredes de la casa, las calles de la ciudad o la pantalla de televisión. Es reafirmar la continuación de la vida, modelar el legado de aquellos a quienes quisimos, admiramos o respetamos, desde cerca o a lo lejos.  Habrá, qué duda cabe, algunos casos insalvables (y habrá aquellos para quienes JDC es uno de tales). Acaba de morir Jorge Rafael Videla que, como algunos podrán deducir, está en mi lista negra de los más abominables de todos los tiempos. ¿Mas qué ganáramos ya con insultarlo ahora? Aunque las palabras hiervan en la boca, será mejor el silencio, sino por respeto al (nefasto) personaje, al menos por respeto a la implacable, democrática y niveladora Parca.