viernes, 29 de abril de 2011

Cortina de humo


Javier de Taboada
 
 
“Es una torpe cortina de humo” dijo, una semana antes de las elecciones, el presidente García para referirse a las declaraciones de Ollanta Humala sobre Chile, ya que, según nuestro mandatario, el ex-militar sólo buscaba desviar la atención de sus relaciones con Venezuela. Es bastante curioso que un presidente use esta expresión para descalificar a su opositor, porque generalmente es desde los flancos de la oposición (política o mediática) desde donde se denuncian las ‘cortinas de humo’ del gobierno. Al mismo tiempo, las declaraciones del líder aprista son un buen signo de la ubicuidad que dicha expresión ha adquirido en el lenguaje político peruano.

La cortina de humo es originalmente una técnica militar, que consiste, justamente, en esparcir humo para ocultar el movimiento y la ubicación precisa de las tropas. Como técnica militar su éxito ha sido más bien relativo; en cambio como expresión metafórica y técnica interpretativa, su éxito es absoluto. Esta es la lógica en el juego de la interpretación: el que ‘denuncia’ la existencia de una cortina de humo, se posiciona a sí mismo como el sagaz, el vidente, el capaz de traspasar el humo de las apariencias y descubrir las verdaderas intenciones del gobierno de turno. No es tanto la denuncia del engaño, como la autoexclusión del grupo de los engañados. ¿Quién no quisiera ocupar tan privilegiada posición? Por eso nuestros astutos políticos, nuestros aguzados reporteros y hasta el elector común que se siente de pronto analista político, se la pasan hablando de las ‘cortinas de humo’ que suelta el gobierno para ocultar tal o cual asunto. Porque la retórica de la cortina de humo se basa en una premisa: que hay sucesos importantes y sucesos secundarios; que hay temas graves y temas frívolos. Y que la información y la atención debieran enfocarse siempre en los primeros y nunca en los segundos.

Pongamos ejemplos. Cuando en abril del 2005 murió el Papa Juan Pablo II, el gobierno de Toledo decretó en el Perú feriado y duelo nacional. Se dijo entonces que se trataba de una cortina de humo para ocultar la baja popularidad de su gobierno. En junio del 2009 murió Michael Jackson, y se dijo también que la cobertura brindada a este hecho (así como al asesinato de la cantante folclórica Alicia Delgado por su colega Abencia Meza, ocurrido más o menos por la misma época) era una cortina de humo para desviar la atención del escándalo del “Baguazo”, que había ocurrido pocas semanas atrás.
¿Será que Toledo mandó envenenar al Papa y García al ‘Rey del Pop’ para ocultar sus problemas en la política local? No, por cierto, nadie cree eso. Lo que sostienen los sagacísimos postulantes de la ‘cortina de humo’ es que la cobertura se encuentra distorsionada, que la atención se encuentra manipulativamente desviada hacia estos temas secundarios para hacernos olvidar de los importantes. Ahora bien, ¿quién les dio el derecho a estos señores de decidir qué es lo importante y qué lo secundario? ¿por qué los tristes problemas cotidianos del gobierno de Toledo tendrían que ser más relevantes que la desaparición del líder máximo de la iglesia católica? O incluso: ¿por qué los trágicos sucesos de Bagua deben consumir nuestra atención hasta el punto de no dejarnos distraer ni un día o dos por la extinción prematura de una de las figuras centrales de la música contemporánea o por los sangrientos líos de dos íconos de la música popular local?

No niego que en algunas circunstancias, más bien infrecuentes, el gobierno pueda lanzar una bombarda para distraer la atención pública (la discusión sobre la “pena de muerte” durante el gobierno de García puede ser un ejemplo). Pero creo que, en general, lo que hay son noticias, noticias que compiten entre sí por acaparar la primera plana de los periódicos y las pantallas. A veces gana la política local, a veces la farándula, a veces los partidos de la selección. Y quien lo decide no es una inquietante mano negra sino los editores, los periodistas, y en última instancia los lectores o televidentes, que muestran mayor interés sobre determinados temas. Que nadie venga a dictarnos leyes sobre dónde debemos poner nuestra atención. A lo mejor la política y las protestas sociales son una cortina de humo que nos lanzamos a nosotros mismos para olvidar nuestras pequeñas y cotidianas tragedias personales.

lunes, 18 de abril de 2011

Lameculos de la realidad



Javier de Taboada
Hace poco veía un documental español titulado Entre el dictador y yo que pretende escarbar un poco en la consabida “memoria histórica” y explorar las relaciones de los españoles de hoy con la herencia de la larguísima dictadura de Franco. El documental no es bueno: no sabe muy bien lo que quiere, ni dónde encontrarlo, y lo que podría haber sido un tema de lo más interesante recibe un tratamiento completamente anodino. En general no lo recomiendo, pero hay una sola escena, espectacular, que basta para justificar la hora y media de lugares comunes. Se trata de dos viejos de un barrio, una señora y un señor que empiezan a confrontar sus visiones políticas. El viejo es un republicano recalcitrante y la vieja defiende al “caudillo”. La discusión empieza a subir de tono, y los ánimos pronto se caldean. El viejo de pronto le espeta a su vecina: “Lo que pasa es que usted es una lameculos de Franco”. Y la señora responde, impertérrita: “Yo no soy lameculos de Franco. Soy lameculos de la realidad.”

La señora confiaba tanto en los poderes conclusivos de la realidad que no se fijaba al lado de qué sustantivo ponía el modificador. Y es que, lameculos aparte, la apelación a la realidad es uno de los argumentos más socorridos para (tratar de) ganar una discusión. Apelar a “la realidad” es patear el tablero de lo simbólico, es declarar la indiscutibilidad de lo discutido. “Esta es la realidad.” No se diga más, entonces. ¿Qué argumento puede valer ante la contundencia de lo evidente?

En la cultura norteamericana, tan devota del dato preciso y del dinero contante, ya no es siquiera la “realidad” la que lleva la preferencia, sino algo aún más escueto: los hechos. “This is fact”, es el argumento clausurante. Y el mayor ataque a un adversario: “It’s factually wrong.” Es decir que se equivoca, pero no por sus opiniones, sino porque su información es falsa, lo que lo convierte en un mentiroso o en un ignorante. En cierto sentido están peor que nosotros, buscando, como diría Werner Herzog, sólo “la verdad del contador.” En otro sentido, sin embargo, este reemplazo de ‘realidad’ por ‘hechos’ implica una (vaga) conciencia de que la ‘realidad’ es algo construido, algo que no viene dado de por sí y con contundencia silenciadora, sino algo que hay que desentrañar e interpretar. Sin el tejido que los une sólo quedan, flotantes, aislados, los hechos.
Decía que la apelación a la realidad pretende silenciar al adversario y dar por terminada la discusión, pero esto es lo que pretende, otra cosa es que lo consiga. Por lo general el interlocutor no se deja impresionar por tales argumentos y replica, ya sea cuestionando la pretensión de realidad, o los hechos en que se pasa, o simplemente ignorando la apelación y volviendo al punto previo de la discusión. Pero mucho aprenderíamos de modestia y de tolerancia, y hasta de retórica, si entendiéramos, pero de veras, que la realidad es plurívoca y polifacética; si almacenáramos nuestras certezas guardando siempre un pequeño espacio para la duda; si recordásemos que aún los datos más duros pueden, alguna vez, ser falseados, que aún lo que parece tener un sentido obvio y único puede ser visto de otra manera. Si algún defecto hemos de tener, seamos dubitativos, seamos diletantes, seamos irresolutos, pero no seamos, nunca, lameculos de la realidad.

sábado, 2 de abril de 2011

Contra la política platónica

Javier de Taboada

Yo no leo los planes de gobierno. Lo que, según el 90% de la prensa peruana, me convierte en un elector ignorante, desinformado e impulsivo. Ya que el modelo de elector propugnado por los medios de comunicación, las universidades e instituciones de formación política, y hasta el JNE, es el de un elector plenamente racional, reflexivo y sereno, que se informa detalladamente de las propuestas de los diversos candidatos, los sopesa delicadamente, los compara con sus propias ideas políticas y en base a todo esto toma una decisión perfectamente juiciosa. En esa misma lógica, la campaña debiera ser una cívica y alturadísima competencia de propuestas, evitando en todo momento la adjetivación y el ataque del adversario. 

Como es evidente que este modelo político, que llamaré platónico, no se corresponde con la realidad electoral, pronto llegan los cantos elegiacos: que el elector peruano es ignorante y se guía por (estúpidos) impulsos, que los políticos tampoco dan la talla y se embarcan en batallas de callejón, etc. Conocemos la canción. Los politólogos suspiran por una democracia perfectamente racional y meritocrática, como los economistas suspiran por una economía de mercado con consumidores totalmente racionales que siempre toman las decisiones que más les convienen y contribuyen así a perfeccionar las sagradas leyes de la oferta y la demanda. Politólogos y economistas viven en el mundo de los arquetipos descrito por Platón, y se resienten profundamente, a veces con el ciudadano, a veces con la clase política, cuando constatan que la realidad cotidiana poco tiene que ver con sus modelos. “¿Por qué somos un país tan atrasado? ¿Por qué somos una democracia tan imperfecta?”

En realidad, ni en Chile, ni en Brasil, ni en EEUU, ni en Francia, la campaña electoral consiste en el famoso “debate de propuestas”. Las propuestas son una parte del coctel, como lo son el atractivo del candidato, y los ataques al adversario (que no por nada consiguen diez veces más figuración que las propuestas, en una prensa hipócrita que finge escandalizarse con los dimes y diretes al mismo tiempo que se regodea y reditúa con ellos).

Yo no sólo no lamento el contraste entre la política platónica y la real: me siento feliz de no vivir en el mundo de los robots tomadores de decisiones, sino en el de lo humano. No leo los planes de gobierno porque creo que la cosa no pasa por ahí, como tampoco leí nunca las reglas del fútbol ni las necesité para empezar a apreciar los partidos. Sobre todo ahora, cuando todos los candidatos coinciden en las líneas maestras de la conducción de la economía del país. Hay que reducir la pobreza, ¿alguien se opone? Hay que continuar con el crecimiento actual, pero también controlar la inflación. Hay que incentivar la iniciativa privada, pero también ampliar los programas sociales para los más desfavorecidos. ¿Alguien en su sano juicio va a plantear algo diferente? Leer los planes de gobierno –para quien quiera embarcarse en tan árida lectura- significa encontrarse con la repetición y con la multiplicidad de frases con las que se pueden expresar las mismas ideas básicas. Las diferencias radican en sutilezas (¿hay que bajar el igv o no? ¿hay que cobrar impuesto a las sobreganancias mineras o no?) que no alteran lo esencial y que, en última instancia, se reflejan suficientemente en la cobertura electoral y en las intervenciones de los candidatos.

Una campaña electoral –en el Perú como en cualquier democracia- no tiene que ver con propuestas de gobierno que un político ni siquiera se preocupa demasiado en respetar cuando le toca enfrentarse a las complejidades de ser gobierno (para no recaer en la política platónica, me abstengo de la condena a dicho incumplimiento, creo que es, hasta cierto punto, natural: pensemos en el caso de Obama, por ejemplo.) Las propuestas son el pretexto, la materia prima si se quiere, para mostrar otra cosa: posicionamiento político y liderazgo. Posicionamiento en el espectro político: más a la izquierda, más a la derecha, más radical, más moderado. Liderazgo: capacidad de convencer, de hablar bien, de manejar la relación con los medios, de neutralizar. De esto y no de otra cosa trata una campaña electoral. Porque como el fútbol, la política es un juego de pasiones, de errores, de azares, de avances y retrocesos. Y nada de esto figura en ningún manual.