miércoles, 12 de octubre de 2011

Palco

Javier de Taboada
Antes en los estadios no había palcos. O más bien, había uno solo: el palco de honor, que era un lugar reservado para los dirigentes del club local, dirigentes del equipo rival, dignatarios y políticos invitados, directivos de federaciones o agremiaciones de fútbol, y cualquier otra personalidad pública o institucional que pudiera considerarse un “invitado de honor”.  Como en todo asunto de honor, el protocolo era muy estricto con respecto a quién debía presidir la futbolística ceremonia, y quién debía sentarse a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás. Pronto, sin embargo, con la lógica capitalista de convertir todo valor simbólico en valor de mercado (la mercantilización del estatus “VIP” es un buen ejemplo: lo que antes era el reconocimiento de una cualidad preexistente no es ahora más que la denominación estándar para la entrada más cara) se empezó a subastar tal honor, o en todo caso, a crear un producto equivalente. Así se multiplicaron los palcos, que de uno pasaron a ser 200 ó 300. Codiciados espacios de privilegio, que en el remodelado Estadio Nacional, por ejemplo, se estuvieron ofertando a exorbitantes precios que alcanzan hasta los $100 000, y sólo por un uso de diez años.

El palco se balancea en la frontera entre lo privado y lo público. Propiedad privada que permite al dueño ejercer sus derechos reales de préstamo, alquiler o reventa, pero que también le permite, como este último clásico ha hecho patente, saltarse las normas y restricciones que rigen los espectáculos públicos. Que le permite, en una palabra, la impunidad, pues quien compra (o alquila) un palco no solamente busca disfrutar de una vista espectacular, un sillón mullido y un baño privado, sino tener un espacio propio donde pueda hacer lo que le dé la gana. La burbuja privada instalada en el espacio público por excelencia, el resguardo del privilegio en medio de la tribuna en donde todos, teóricamente, se igualan por un espacio de dos horas. 

“Gente de bien”, como dice cínicamente el cholo Payet, a los palcos no asisten “pandilleros ni gente de mal vivir”. Pero Payet es cínico no porque dice una cosa y hace lo contrario (él, obviamente, sostiene que “reaccionó” a una agresión), sino porque expresa abiertamente lo que los demás callan o disimulan. Es decir, que hay, por un lado, “gente de bien” que asiste a confortables palcos, y por otro, “gente de malvivir” que abarrota las tribunas populares. Que la “gente de bien” es siempre la agredida y, en todo caso, se defiende, mientras que la “gente de malvivir” es siempre la agresora, porque lleva en sus pandilleras venas el germen de la violencia, propia de sus calles sucias y barriobajeras. 

Creo que en este triste episodio no hemos terminado de entender los profundos prejuicios culturales que permitieron el desarrollo de los hechos. Si la policía no revisó concienzudamente a los asistentes a los palcos, si resultaba tan fácil pasarse de uno a otro palco en busca de la bandera del equipo rival, es porque ‘se supone’ que los que tienen suficiente dinero como para pagar estos lujos son personas ‘bien educadas’, y por tanto, pacíficas. Pero en las repetidas imágenes de ese día hemos comprobado cómo la “gente de bien” puede también ser salvaje, desaforada, y hasta decididamente criminal. Más allá del señalamiento concreto de responsabilidades directas e indirectas, convendría que como sociedad vayamos aprendiendo que cualquier mecanismo de separación física entre pobres y ricos no nos resguarda de la violencia, ni la aplaca, sino que a lo sumo la compartimentaliza y distribuye.

lunes, 3 de octubre de 2011

Melibeo soy (Amor y matrimonio)




Javier de Taboada
En la Tragicomedia de Calisto y Melibea, más conocida como La Celestina, Calisto se enamora locamente de Melibea desde el principio de la obra. A tal punto de desquicio llega su inflamada pasión que cuando su criado Sempronio, tratando de hacerle entrar en razón, le reprocha: “¿Tú no eres cristiano?”, Calisto responde: “¿Yo? Melibeo soy, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo.” ¡Y estamos en 1499! Los síntomas de la pasión de Calixto (llanto, sufrimiento, languidez, gusto por las tinieblas y por las tristes canciones) son sorprendentemente parecidos a los que podría padecer cualquier enamorado de nuestros días, parecidos a los que celebran una y otra vez las canciones románticas (por ejemplo, la blasfemia descafeinada de Maná, “tú eres mi religión”, y de Enrique Iglesias, “experiencia religiosa”). Pero más sorprendente aún, en realidad, es que,  pese a que todo en su vida empieza a girar en torno a Melibea, pese a las oscuras maquinaciones que trama para acostarse con ella (allí es donde aparece la famosa Celestina), a Calixto jamás se le pasa siquiera por la cabeza el casarse con ella. ¿Por qué? Probablemente porque en el siglo XV el amor, y el matrimonio, eran dos avenidas paralelas que no tenían porqué cruzarse. El matrimonio no solamente no requería el amor para consumarse, sino que este último era una amenaza a la institución matrimonial y a su lógica hereditaria de bienes y de sangre. Una persona decente no era la que amaba a su cónyuge, sino la que no amaba, la que no se dejaba degradar por aquel sentimiento grotesco y ridículo (y Calisto es un buen ejemplo de ambos extremos).

Uno o dos siglos más tarde (es decir, por ejemplo, Cervantes) el amor puede llegar a justificar el matrimonio. Típicamente, los personajes de las novelas barrocas, urgidos por los rigores de la pasión, prometen matrimonio, pero una vez recibido el ‘adelanto’, olvidan rápidamente su promesa y desaparecen, al menos hasta que son obligados a cumplir su palabra. El amor sigue siendo sospechoso e inoportuno, pero el matrimonio es, en casos extremos, una manera de reparar los estropicios causados por la pasión. Las dos avenidas han empezado a confluir. El matrimonio es el castigo perfecto para los enamorados. 

Hoy en día, como todos sabemos, hemos girado otros 180 grados, y ahora pretendemos que el amor sea el fundamento del matrimonio, y su sustento diario. Las parejas se casan por amor, y se divorcian por falta de amor. Por supuesto, un renacentista o un barroco jamás podrían entender esto. Nos dirían, quizás, que estamos locos. Que seremos azotados por los vientos en el segundo círculo del infierno. Que hemos pervertido la institución más sólida insuflándola con el sentimiento más volátil. Que en vez de construir la casa sobre roca, o incluso sobre arena, hemos puesto la roca sobre la arena y por eso nos estamos hundiendo. O que más bien hemos construido una casa apilando cartuchos de nitroglicerina. Y que por eso nuestros matrimonios duran tan poco. Nos dirían que si lo que queremos es gozar de la pasión, lo hagamos, pero no pretendamos su perpetuidad. Y si lo que queremos es la estabilidad de la unión, tal vez debiéramos empezar a cambiar sus cimientos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Chiste cruel


Javier de Taboada
Hay un rubro del humor que se conoce como “chistes crueles”. Aquí se agrupan los chistes que osan reírse de los menos favorecidos, de los débiles, de los discapacitados y sus aparatosas prótesis metal-mecánicas, de los enfermos terminales de cáncer o leucemia, de los niños hambrientos de pauperizados países africanos, para citar algunos ejemplos comunes. También se suelen incluir en esta categoría los políticamente incorrectos chistes racistas contra negros, judíos o inmigrantes. En el chiste cruel, una situación que debiera –según expectativas morales y normas sociales- suscitar una determinada reacción (compasión, por ejemplo, o solidaridad) termina provocando la opuesta. 

¿Es enfermizo contar chistes crueles o reír con ellos? ¿Es un signo –cuando no una constatación- de indiferencia ante el dolor ajeno, y profundo egocentrismo? Podría argumentarse que sí. De hecho este tipo de humor escasea o cuando menos está mal visto en sociedades ‘avanzadas’ y círculos progresistas, en donde hay una fuerte conciencia de las trampas que nos juega el lenguaje, que sólo busca una excusa –la excusa del humor, por ejemplo- para desembalsar nuestros sentimientos más mezquinos. Podría argumentarse, no menos convincentemente, que no, que dejar de tomar en serio, por un momento, justamente los asuntos más graves contribuye a soportarlos mejor, a respirar un poco de aire fresco entre las numerosas tragedias que pueblan nuestro mundo. Podría agregarse además que el humor negro es una suerte de sacrilegio profano y como tal, tiene una fuerte capacidad subversiva, como bien lo entendieron (y supieron aprovechar) Antonin Artaud, André Breton o Luis Buñuel.

Pero el hecho es que, bien pensado, el humor es siempre cruel. Pensemos en un clásico ejemplo de humor ‘blanco’ al mejor estilo chaplinesco: la risa que provoca el tipo que se resbala en una cáscara de plátano. ¿Por qué es gracioso esto? Sobre todo, porque le pasa a otro, que si fuéramos nosotros los que recibiéramos el sentanazo, no nos sería tan fácil la carcajada. Celebramos –con risas- la astucia del vagabundo que burla una y otra vez al policía que lo persigue porque nos identificamos con él; si por algún cortocircuito mental empezáramos a identificarnos con el policía, el humor se extinguiría como un globo pinchado y compartiríamos seguramente su ira y frustración. El humor implica –requiere- el distanciamiento del otro, su ridiculización, su reducción a una sola dimensión: la del absurdo. Cuando por alguna razón nos ponemos en los zapatos del otro, del que está en una situación ridícula, el humor se esfuma y queda sólo lo humano.

Queda, por supuesto, el que se ríe de sí mismo, el que “se jode solito.” Pero además de que esta especie es más bien escasa, cuando uno se ríe de sí mismo es porque es capaz de distanciarse, de mirarse a sí mismo con el prisma deformante del humor. El que, después de resbalar, se levanta y se ríe, es porque “ya pasó” el susto, el dolor es tolerable, y puede, como si fuera un espectador, percatarse de lo ridículo de la situación. Reírnos de nosotros mismos es un ejercicio de alteridad; reírnos de los demás, un ejercicio de (auto)complacencia, cuando no de menosprecio.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Pensando en el próximo rival

Javier de Taboada

De todos aquellos personajes que tienen la suerte de ostentar esa dudosa condición de ‘famosos’, los futbolistas son seguramente los menos talentosos a la hora de ponerse frente a un micrófono. Acartonados, poco desenvueltos, robóticos en sus respuestas y en sus gestos, suelen repetir invariablemente las mismas frases antes y después de los partidos. Pareciera que el talento para el juego, la brillantez en los movimientos y el control perfecto del cuerpo están reñidos con las habilidades verbales. El director técnico, ya liberado de las exigencias del rendimiento físico, es el único que se permite el desarrollo de la elocuencia, que, con honrosas excepciones, tampoco llega a niveles descollantes.

No es solamente un asunto de capacidad verbal. Los futbolistas tienen un libreto al que siempre se ciñen, que refleja su mentalidad para enfocar la competencia deportiva. Una de sus líneas más comunes es la de declarar, inmediatamente después de ganar, empatar o perder un partido, que “ya estamos pensando en el próximo rival”. En los días siguientes vendrán las expresiones de “respeto” por éste, que siempre es un rival “difícil” o “complicado”, aunadas a la convicción de jugar el todo por el todo y de salir a ganar.

A mí siempre me llamó la atención esta terrorífica fugacidad del fútbol (y quizás, del deporte en general). El jugador aún no ha abandonado la cancha, aún siente en su cuerpo la agitación y el cansancio, el dolor de los golpes y las caídas, el sudor corre por su rostro, su corazón nada en la satisfacción del triunfo o en la frustración de la derrota, y sin embargo, su mente ya está “pensando en el próximo rival”. Parece que el fútbol, su esencia, su sentido, es algo inasible que sólo existe durante 90 minutos y que se desvanece más rápido que un fantasma cuando el árbitro toca el pitazo final. Una suerte de ritual mágico después del cual ya nada tiene sentido si no, acaso, apuntar a la siguiente fecha de renovación del sortilegio. Por eso se organiza en torneos, para mirar siempre hacia adelante, en una lógica aritmética, y a veces hasta burocrática (aquello de “ganar en la mesa”) que, bien pensado, tiene muy poco que ver con aquellos minutos en los que todas las posibilidades se abren y cada trayectoria del balón puede cambiar el destino del juego, del jugador y del equipo. 

El futbolista es un ser extraño: no vive, como la mayoría de las personas, en el pasado o en el presente, sino, descontando 90 o 180 minutos por semana, en el futuro. Largas horas “pensando en el próximo rival”, entrenando, estudiando al adversario, para que en la hora clave todo pueda decidirse por un rebote en el travesaño o por un tiro de penal. El único relajamiento permitido de esta mentalidad proléptica (o de flashforward, si quieren) es al final del campeonato, el torneo o la copa. Por eso me agrada tanto ver al campeón cargando la copa, pasándola de mano en mano, dando la vuelta triunfal a la cancha, desperdigándose en gestos de alegría infantil. Por fin, y al menos durante algún tiempo, ya no existe ningún próximo rival y podemos celebrar la eternidad del presente.

viernes, 26 de agosto de 2011

Caviares

Javier de Taboada

En la prensa peruana de los últimos años se ha estandarizado el decir ‘caviares’ para referirse a cierto sector de la izquierda. ¿Qué sector? Pues una izquierda intelectual más que sindical, clasemediera más que popular, reformista más que radical, y democrática más que revolucionaria. Es la izquierda de –por ejemplo y paradigmáticamente- Susana Villarán. Una izquierda que ha cambiado el rojo de la lucha por el verde de la ecología, y la conciencia de clase por los derechos de género.

Primero que nada, habría que aclarar que lo de “izquierda caviar” no es (¿acaso podría serlo?) producto de la sesera de Aldo Mariátegui ni de Herbert Mujica. Nuestros furibundos liberales han copiado del francés: el periodista Daniel Benoit lo inventó para descalificar a la izquierda de Miterrand. Quizás más bien, siguiendo su reflejo condicionado, debían haber mirado a Chile: allí se habla de la “whizquierda”, o del “red set”, términos por lo menos ingeniosos y no exentos de humor, mientras que “caviar” se usa casi siempre en contexto bilioso. Mejor traducción, además, la chilena, ya que la mera traslación lingüística –y geográfica- produce un efecto extraño: si el whisky está simbólicamente marcado como un licor de lujo, yo estoy seguro que Ud., amable lector, lo ha probado en más de una ocasión; mientras que en nuestro país el caviar ni siquiera la élite de la élite (la creme de la creme, digamos) suele consumirlo: su valor es puramente simbólico, y por tanto, puramente denigratorio. De ahí su falta de humor.

Pues bien, ¿cuál es la terrible acusación que denuncia el oxímoron? Es más vieja que Lenin: el que lucha por los pobres debe ser uno de ellos, el que defiende a los explotados no puede ser de la clase de los explotadores. Una vez más la descalificación viene por el terrible crimen de la hipocresía: la izquierda caviar, dicen, predica unos valores mientras vive conforme a otros, proclama igualdades y cosecha privilegios. En la versión decimonónica del marxismo que ha conservado la derecha, importa más el origen de clase que la conciencia individual. La respuesta es también tan vieja como Lenin (y como Lukacs): el intelectual no sólo puede superar su clase de origen, no sólo puede tener conciencia revolucionaria, sino que resulta el catalizador indispensable para que la clase obrera adquiera conciencia de su explotación. Esto en el lenguaje del marxismo del siglo XX. En el del siglo XXI podríamos decir: no se puede juzgar a la gente por lo que come y lo que bebe, sino por su posición ideológica, que se expresa tanto en su discurso como en sus acciones.

Es curiosa la derecha peruana: condena a la izquierda radical por ser radical, y a la moderada por ser moderada, por ser ‘caviar’. Exigen a los izquierdistas más pensantes que se dejen de reuniones sociales y tés de tías (¿y tomen de una vez las armas, podemos suponer?) al mismo tiempo que califican de ‘terroristas’ o ‘chavistas’ a quienes sueltan discursos incendiarios. Quieren que la izquierda moderada se haga radical, y que ésta última implosione hasta la extinción.

Hay una manera, colegas caviares, para que sigamos gozando de nuestros muchos privilegios y prebendas. Si no estamos dispuestos a abandonar la comodidad y el lujo para internarnos en la selva, abandonemos entonces nuestros principios. Saboreemos nuestro whisky no sólo por su aroma y sabor a buena madera, sino por la explotación y el trabajo mal pagado que ha costado producirlo. Celebremos que el sistema sea injusto mientras que no nos deje mal ubicados. Abusemos de nuestros trabajadores y sirvientes, ya que el trato amable y los simulacros de igualdad no abolen las esenciales diferencias sociales. Entonces seremos crueles, descorazonados, casi inhumanos, pero por lo menos seremos coherentes hasta la médula.

jueves, 4 de agosto de 2011

Hipócritas y soberbios

Javier de Taboada
¿Cuál es el defecto que Ud. más odia, el peor que una persona puede tener? Piénselo un poco. Mire al techo, busque inspiración. Ya está. ¿Cuál es? Yo sé lo que dijo: la hipocresía (o alguna de sus variantes: la mentira, la falta de palabra, etc.) Si acerté, debo decirle que su respuesta es bastante estándar. No muy original, digamos. Creemos, a veces hasta sinceramente, que odiamos la mentira, que es feo, vil e inmoral ser hipócrita, que la escopeta de dos cañones es el arma más repugnante. Creemos que lo correcto es ser honesto, franco, directo, decir las cosas en la cara y no a espaldas. Y a veces hasta creemos hacerlo.

Si tan repudiable nos fuera la mentira, la practicaríamos menos. Si tan en alto tuviéramos a la franqueza, no existiría el ‘paseo’, la ‘mecida’, el ‘mañana sin falta’ ni el ‘seguro que voy’. Odiamos la hipocresía, pero –deliciosa paradoja- la odiamos hipócritamente. Porque en el fondo sabemos que se trata de adecuación, de estrategia de supervivencia, de contemporización con circunstancias que no siempre resultan ideales. Odiamos la hipocresía, pero nunca al hipócrita, porque nos cae bien el que nos sonríe, el que queda bien con todos, el que nos dice aquello que queremos oír. Nos reímos con él, celebramos sus ocurrencias, compartimos los tragos, pero en secreto recelamos, y a veces hasta tenemos la ligereza de confesarle a alguien nuestros recelos: “es un hipócrita.” “El que lo dice lo es”, podrían respondernos, con sabiduría infantil, uno de estos días. Basta. Destierre la hipocresía de su vida: la próxima vez que vea a su jefe, no lo salude afectuosamente ni apoye con entusiasmo sus comentarios banales; dígale con franqueza que lo considera un incompetente que sólo debe su puesto a sus influencias. Y cuando se encuentre con ese conocido o con ese cuñado que le resulta tan indigesto, no se moleste en guardar las formas de la cordialidad: déjelo con la mano tendida. 

No, el hipócrita no nos cae tan mal, a fin de cuentas. ¿Cuál será pues el defecto que en verdad nos revuelve las entrañas? ¿Cuál es el personaje que invariablemente (nos) cae mal, que rápidamente se (nos) hace insoportable? Un defecto que difícilmente va a figurar en ninguna encuesta o test de proust, pero que tiene la virtud (valga el oxímoron) de erizarnos el pellejo y oscurecernos la vesícula: la soberbia. Sí, el sobrado, el creído, el que se jura la última chupada del mango o la mamá de tarzán. Ése es el espeso. El que presume, verdadera o falsamente, de sus conquistas, de sus logros, de sus talentos, de sus viajes, de sus posesiones. He ahí el saco-de-plomo. Es cierto que muchas veces la soberbia está basada en exageraciones o mentiras, pero no es la falsedad lo que detestamos (aunque así querramos creerlo): es la actitud de enrostrarnos en la cara su evidente, incuestionable superioridad. Nada nos molesta más que el ninguneo, que nos reduzcan a comparsa de hazañas ajenas, que nos recuerden que no somos particularmente inteligentes, o ricos, o exitosos. Que no hagan el menor esfuerzo por fingir que les interesa lo que decimos, lo que somos. Que no sean más cordiales, más atentos, más desprendidos,… ¿más hipócritas? Eso, no lo perdonamos.