domingo, 8 de mayo de 2011

LA RUEDA ROJA

Autor: MARCOS DIAZ BUTRÓN
“Diríase que la invisible atmosfera está llena de ignorados poderes, que nos hacen sentir su proximidad misteriosa…”
El Horla, Guy de Maupassant

T
alentoso como el mismo observo por el catalejo el puerto de Piedra, lejano aun y callado como de costumbre. Leiton subió a cubierta e hizo el llamado a comer con su grito grueso y ronco, y todos apresuraron su marcha menos el capitán que continuaba ahí, con el catalejo en sus manos y observando con indiferencia la tranquilidad del agua salada; había una luna llena explosiva brillante que amortiguaba los pensamientos más que recuerdos, “Ya es hora de comer mi capitán” dijo Leiton acercándose a las escaleras del puente. “hoy no iré señor Leiton, esperare que las fogatas de la isla se apaguen”; disconforme Leiton hizo una  mueca de obediencia haciendo el saludo peculiar al poner su mano grasienta de cocinero sobre su ceja, para luego retirarse con el rechinar de las tablas tras él. Era una noche estrellada y de brisa.
Abajo todos comían con voracidad del plato de cobre y los murmullos y conversaciones flotaron en la bodega del barco: una mala construcción acondicionada para unas ocho mesas de madera; el ambiente de felicidad abundaba y la raciones de ron, galleta y carne salada aumentaron al saber que puerto de piedra estaba cerca y que nuevas provisiones serian compradas, o mejor dicho, robadas, para luego seguir camino a las galápagos.
Horas mas tarde en los camarotes los eructos y ronquidos no interferían en nada los improvisados juegos de cartas y dados, y sobre todo, no disminuían en nada el anhelo del merecido descanso de cuatro días al desembarcar a cambio de sus dos años de pillaje y terror por las costas americanas; segundos después el primer cañonazo retumbo como un eco ensordecedor cerca del casco del barco, luego gritos y caos y bulla y mas bulla.
“¡No le dieron al barco!” pensaron en sus mentes agiles y violentas cuando corrieron a su puestos de babor y estribor; aun era de noche y la confusión como sentimiento fue relegada por la mas material acción.
Alocadamente prepararon sus mechas y las bolas negras fueron metidas en los tubos de hiero. A la voz de ¡fuego! Las detonaciones hicieron su efecto, se podían oír órdenes de disparar a izquierda o derecha, parecía que nos tenían rodeados, también se oyó que quien les atacaba era otro barco pirata como ellos, que los había confundido por un navío leal a la reina, los enfurecidos tatuajes en los brazos y cortes en la cara se guiaron por el mas puro instinto asesino, dirigiendo los disparos a discreción, a cualquier parte y a discreción.
La nave se mecía en forma brusca por los impactos, pero eso no resto valor ni miedo a los marinos barbones de dientes careados que siguieron luchando por media hora más, hasta que los disparos cesaron y el silencio vino al mar, un silencio que olía a pólvora flotando, como una densa neblina.
De inmediato el trabajo fue reanudado, cargaron y distribuyeron a los heridos según su gravedad por todo el barco, tenían malas experiencias con el escorbuto y la peste, y eso lo sabía Sherton, el cirujano. La mesana había simplemente desaparecido y muy dentro agradecieron su suerte al no tener las velas izadas; las averías en popa era lo que mas preocupaba. El capitán caminaba, corría, daba órdenes y se desesperaba y luego se quedaba callado, contemplado el puerto de piedra. Lo que quedo de cinco cañones fue lanzado al mar, y los muertos fueron amontonados en proa, como era costumbre. Ya había amanecido pero ellos permanecieron despiertos junto a los cañones que aun servían, mientras que el capitán visitaba por última vez a los enfermos para subir al puente y hacer llamar a la tripulación; el sonidos agudos de silbato movilizo a los más aptos a cubierta, dos marino con el rostro amoratado cargaron un caldero, una olla de hierro y lo dejaron junto a los cadáveres.
En el puente se erguía él: sucio, fuerte, alto, con ojos grandes, tristes, negros, profundos, dementes, brilloso como sus cabello castaños, cortos en los costados y acabados en una trenza vikinga que pendía del final de su nuca ancha, blanquecina, firme y sucia, como sus botas vieja, plomizas antiguas que soportaban el peso de aquella espalda ancha, brutal, despectiva con aquel sacón gris que le llegaba hasta la cintura, cerrado con botones dorados, descoloridos pero aun dorados, y también grandes. Como su quijada de un rostro cuadrado y tosco, como su manos: cavernícolas y mugrientas, con una línea de la vida que seguía de largo por la muñeca, ahí estaba el, nuestro joven capitán; señorito rico, pudiente alguna vez, como alguna vez fue maldito por los pobres de Inglaterra en un gran pasado. Digno representante de la alcurnia sajona que fue visto para más de un título nobiliario, y que también fue victima de los mismos gusanos que convivían con él: desprestigiado, calumniado, desconocido por todos, fue poco a poco alimentando aquel asco contra Inglaterra, su familia y toda la buena educación, escapo harto de tanta tortura y humillación. Dice que nunca supo a que prisión lo llevaron, pero que un día de esos conoció a un hombre que llevaba una mascara de hierro, dice que nunca hablo con él; cuenta que una vez vio que lo llevaban fuera de las mazmorras, seguramente a ejecutarlo, y que cuando paso junto a su celda pudo notar entre las rendijas de su mascara y brillosa, él dice que ese hombre le enseño a mirar, a matar con los ojos antes que con la espada.
Además es el único capitán que conozco que he visto en mas de una veintena de peleas y que nunca haya salido herido. Ahora que le veo en esta mañana parado en el puente, como una montaña, hablándonos como si fuese nuestro padre me doy cuenta que al escuchar su voz sin eco, transformamos nuestra rudeza en un cariño muy difícil de recordar, pero que se siente; nos sentimos indefensos ante sus gritos y como hijos obedientes no nos atrevemos a interrumpirlo, siquiera a distraernos, solo obedecemos seriamente aunque muchas veces nos hubiésemos sabido que podríamos morir al hacerlo.
Entonces veo a esos dos mezclarse entre nosotros después de haber dejado el caldero en proa, los veo respirando hondamente como si aquel sol de mediodía hubiese evaporado todo el aire; hay un silencio, un silencio de varios minutos y ahora todos respiran hondamente, y su tórax se inflan y sus manos se aprietan en puños y el capitán tiene aquella mirada desorbitada, y abre su boca al cielo sin emitir sonido, como un grito mido, sin escucharse nada, solo aguas tranquilas, brisa tibia, respiraciones y recuerdos desordenados, y todos dejan de respirar y abren sus ojos mas y mas, hasta que estalla un grito que ahoga el mar y a los muertos amontonados en proa, y todos corren sudando con su barbas crecidas… y el capitán grita: “¡venganza!”, grita y todos lo oyen, y lo ven estático, parado en el puente y mirando como nosotros tomamos a los muertos y los abrimos en dos, en tres, en diez, los abrimos con nuestras dagas, cuchillos, hachas de mano, vertiendo la sangre en el caldero, para luego lanzar el cadáver al mar, un mar de degollados. No los vemos pero sabemos que ahora los tiburones recorren en círculo el barco; y nosotros seguimos con otro, y otro, y otro, y el caldero se hincha hasta rebalsar de sangre los bordes, por las orillas metálicas.
Embadurna el piso de madera, rebalsa , la olla rebalsa de sangre acuosa, espesa y burbujeante, y se grita y se mutila, y el capitán grita: “¡venganza!, ¡venganza!, ¡venganza!, ¡venganza!” y luego de lanzar por la borda al ultimo degollado cargan dos el caldero y corren por el barco, le dan una vuelta, dos, tres, diez y los hombres que la sostienen se pintan de rojo, y la sangre sigue cayendo por los bordes a causa del movimiento brusco bañándolos en sangre, aun así, siguen corriendo y sigue gritando ¡Venganza!, ¡Muerte y Venganza!, y nosotros corriendo detrás de ellos, y al lado y juntos; entonces el capitán abre la puerta de la cabina y todos los primeros en llegar lo miran extasiado, riendo, haciendo espacio para el caldero que ahora descansa en el piso de madera, y el mete sus manos con sus mangas de botones dorados, y como si fuese a beber agua de un pozo saca un poco de sangre y la echa sobre el circulo de madera, que es el timón o la rueda, y todas gritan y se vuelven a oír ¡VENGANZA Y MUERTE! Y el capitán hace un ademan y todos meten sus manos como si fuesen a beber agua de un pozo, y sacan litros y litros de sangre y la echan sobre el timón, sobre la rueda, y la tiñen de rojo, como siempre ha pasado, hasta que se levanta el caldero y se termina de vaciar la última gota. Ahora el timón tiene el poder, ahora la rueda roja tiene vida, la vida de ellos, y ellos ahora nos van a dirigir, nos van a llevar a los hijos de puta que los mataron, y nosotros vamos a cobrar venganza por ellos ¡VENGANZA Y MUERTE!
Todos corren a sus puestos y trabajan e izan la velas con sus manos de sangre, y Sherton cura a los enfermos con sus manos de sangre, y minutos después todos cantan y ríen por la victoria próxima, y preparan y afilan sus espadas, su cuchillos y dagas, y el viento sopla, y el barco se mueve, dos días, una semana, un mes y ya son incontables los barcos abordados, los hombres muertos, los disparos que se han hecho, al aire que respiramos se vuelve teñir de rojo cuando sabemos que un nuevo barco se acerca; el capitán sigue igual, ahora lo he visto en mas de cien peleas sin que lo hayan herido o por menos herido de gravedad, y seguramente cargan el caldero, y nos desesperamos por destrozar a nuestro enemigos y echar su sangre en él, y otra vez damos vueltas al barco, alrededor, alrededor, y la rueda cada vez se hace mas roja, mas roja, mas roja aun que la sangre.
Y su vida ha pasado y el joven capitán se hace mas viejo… pero una duda lo mata mas que la mala comida, recuerda deprimido aquella noche, hace mucho tiempo en el puerto de piedra; recuerda su juventud, a Leiton el cocinero y a Sherton el cirujano, los recuerdas vivos, porque es mejor tenerlos en la cabeza caminando y hablando, que degollados y lanzados por la borda para alimento de tiburones, los recuerda, sí, también recuerda que fueron atacados, que les disparamos por mas de media hora, y que ellos contestaron igual o peor. Ahora en su camarote echado en su cama no logra comprender, una vieja confusión respira otra vez porque no sabe quienes fueron los de esa noche, y a pesar que todos en el barco lo han olvidado él aun sigue con el deseo indescriptible de arrancar la cabeza de aquel maldito capitán que ordeno el ataque. Pasan por su mente las mujeres violadas y azotadas, muertas, como los hombres, que forman el eslabón de su pasado; quiere pensar que uno de esos barcos que hundió fue aquel que les disparo esa noche, pero no, no puede. Han pasado veinte años, y la duda por fin ha reventado en su corazón triste como una herida gangrenada y repleta de gusanos. Desde aquella noche no había vuelto a puerto de piedra, y ahora su afán de mística venganza empujaba las velas y la bandera pirata era extendida, y el mascarón de proa miraba a o lejos el puerto con su antorchas todavía prendida que se reflejaban en su madera de diablo tallada, donde se condensaban todos los años de la rueda roja…
Publicado en Revista "Solitarios" Nº 8 de 1995 en Arequipa PERU

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