sábado, 18 de mayo de 2013

No hay muerto malo








Javier de Taboada

Mi amigo Sandro Denegri me recuerda una frase de su abuela: “Todos los muertitos son buenos”, a propósito de mis (y en general, las) excesivamente elogiosas frases derramadas en honor a Javier Diez Canseco. Yo conocía la frase, por supuesto, pero en una versión bimembre, cortesía de mi padre: “No hay muerto malo ni novia fea”. Detengámonos un momento en la segunda parte del adagio. “¡Qué linda la novia!”. Esto es pues, lo que hay que decir, por un mínimo nivel de cortesía, si no es con sincero entusiasmo. ¿No es cierto? ¿Alguno de ustedes, amigos lectores, levantaría su copa de burbujeante champán, la tocaría resonante con un tenedor para pedir la palabra (ya que nadie lo invitó a hablar), y diría públicamente: “Yo no soy ningún hipócrita, tengo un compromiso con la verdad, y la verdad de la milanesa es que la novia tiene cara de camello, cuerpo de vaca, y además es más puta que las gallinas, y ha tirado con la mitad de los invitados a esta fiesta, y si no tiró con la otra mitad es porque no le atracaron.” ¿Alguno de ustedes pronunciaría un discurso semejante?

Sin embargo, esto es exactamente lo que hace Aldo Mariátegui en su gesticulante retorno a la prensa escrita en una provocación en forma de columna titulada soberbiamente “Sin hipocresías”. Pero más allá de este deleznable personaje, a quien no vale la pena comentar, retorno a la reflexión más general y más interesante de mi amigo Sandro. ¿No hay muerto malo? Yo creo, y esta es una lección que aprendí de la muerte de mi padre, que la muerte sí otorga un balance y un cierre, en donde las pequeñas rencillas, fricciones, incomprensiones, que permean e incluso constituyen el día a día de la vida familiar –o de la lucha política- carecen totalmente de importancia. Por eso es que regodearse con minucias excrementicias de supuesta corrupción, no sólo altamente dudosas sino completamente olvidadas, como hace el bisnieto equívoco de otro hombre que también fue la izquierda de su tiempo, parece mezquino, cochino y supino.

Pero, me dirán, cuando uno hace un balance éste puede resultar negativo. “JDC fue congresista por más de 20 años y nunca hizo nada práctico por el Perú”, escribe también Sandro. A esto yo, que vivo en el país de los empíricos, acotaría que en efecto, JDC nunca resolvió un problema como gobierno, porque nunca fue gobierno, y la única vez que pudo serlo se las ingenió para romper rápidamente con el oficialismo. Pero lo práctico no se restringe a lo administrativo. En realidad, el tener los pies en la tierra, plantear estrategias antes que fines, y metodologías antes que teorías son requisitos básicos para cualquiera que quiera hacer carrera política. La reflexión profunda, la ensoñación, el odio o el menosprecio pueden funcionar bien en otros oficios, no en éste. A veces, claro, se cola una excepción, como Toledo, un político un poco torpe que nos mantuvo en el hilo de la gobernabilidad por casi 5 años. JDC fue un gran político, entre otras varias razones, porque tuvo este instinto operativo altamente desarrollado.

Volvamos al título. Sí, es cierto, el balance de la muerte es desbalanceado, porque tiende a privilegiar el lado más luminoso del difunto. Y no deja de haber algo de sabiduría en esta costumbre popular. Resaltar lo bueno sobre lo malo es contribuir a darle sentido a esa existencia que nos ha acompañado desde las paredes de la casa, las calles de la ciudad o la pantalla de televisión. Es reafirmar la continuación de la vida, modelar el legado de aquellos a quienes quisimos, admiramos o respetamos, desde cerca o a lo lejos.  Habrá, qué duda cabe, algunos casos insalvables (y habrá aquellos para quienes JDC es uno de tales). Acaba de morir Jorge Rafael Videla que, como algunos podrán deducir, está en mi lista negra de los más abominables de todos los tiempos. ¿Mas qué ganáramos ya con insultarlo ahora? Aunque las palabras hiervan en la boca, será mejor el silencio, sino por respeto al (nefasto) personaje, al menos por respeto a la implacable, democrática y niveladora Parca.

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