jueves, 4 de agosto de 2011

Hipócritas y soberbios

Javier de Taboada
¿Cuál es el defecto que Ud. más odia, el peor que una persona puede tener? Piénselo un poco. Mire al techo, busque inspiración. Ya está. ¿Cuál es? Yo sé lo que dijo: la hipocresía (o alguna de sus variantes: la mentira, la falta de palabra, etc.) Si acerté, debo decirle que su respuesta es bastante estándar. No muy original, digamos. Creemos, a veces hasta sinceramente, que odiamos la mentira, que es feo, vil e inmoral ser hipócrita, que la escopeta de dos cañones es el arma más repugnante. Creemos que lo correcto es ser honesto, franco, directo, decir las cosas en la cara y no a espaldas. Y a veces hasta creemos hacerlo.

Si tan repudiable nos fuera la mentira, la practicaríamos menos. Si tan en alto tuviéramos a la franqueza, no existiría el ‘paseo’, la ‘mecida’, el ‘mañana sin falta’ ni el ‘seguro que voy’. Odiamos la hipocresía, pero –deliciosa paradoja- la odiamos hipócritamente. Porque en el fondo sabemos que se trata de adecuación, de estrategia de supervivencia, de contemporización con circunstancias que no siempre resultan ideales. Odiamos la hipocresía, pero nunca al hipócrita, porque nos cae bien el que nos sonríe, el que queda bien con todos, el que nos dice aquello que queremos oír. Nos reímos con él, celebramos sus ocurrencias, compartimos los tragos, pero en secreto recelamos, y a veces hasta tenemos la ligereza de confesarle a alguien nuestros recelos: “es un hipócrita.” “El que lo dice lo es”, podrían respondernos, con sabiduría infantil, uno de estos días. Basta. Destierre la hipocresía de su vida: la próxima vez que vea a su jefe, no lo salude afectuosamente ni apoye con entusiasmo sus comentarios banales; dígale con franqueza que lo considera un incompetente que sólo debe su puesto a sus influencias. Y cuando se encuentre con ese conocido o con ese cuñado que le resulta tan indigesto, no se moleste en guardar las formas de la cordialidad: déjelo con la mano tendida. 

No, el hipócrita no nos cae tan mal, a fin de cuentas. ¿Cuál será pues el defecto que en verdad nos revuelve las entrañas? ¿Cuál es el personaje que invariablemente (nos) cae mal, que rápidamente se (nos) hace insoportable? Un defecto que difícilmente va a figurar en ninguna encuesta o test de proust, pero que tiene la virtud (valga el oxímoron) de erizarnos el pellejo y oscurecernos la vesícula: la soberbia. Sí, el sobrado, el creído, el que se jura la última chupada del mango o la mamá de tarzán. Ése es el espeso. El que presume, verdadera o falsamente, de sus conquistas, de sus logros, de sus talentos, de sus viajes, de sus posesiones. He ahí el saco-de-plomo. Es cierto que muchas veces la soberbia está basada en exageraciones o mentiras, pero no es la falsedad lo que detestamos (aunque así querramos creerlo): es la actitud de enrostrarnos en la cara su evidente, incuestionable superioridad. Nada nos molesta más que el ninguneo, que nos reduzcan a comparsa de hazañas ajenas, que nos recuerden que no somos particularmente inteligentes, o ricos, o exitosos. Que no hagan el menor esfuerzo por fingir que les interesa lo que decimos, lo que somos. Que no sean más cordiales, más atentos, más desprendidos,… ¿más hipócritas? Eso, no lo perdonamos.

1 comentario:

  1. Este post esta muy interesante, te pone a pensar. Pero yo creo que las personas tienen que ser auntenticas, no que le gritare a mi gente que es un tarado, pero procuro decir de forma sincera lo positivo.
    La hipocresia que mas me molesta, es la que encuentro en mi misma.

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