miércoles, 1 de septiembre de 2010

Celosa

Mi mujer es celosa. Pero no como todas las mujeres. Ella es fervorosamente celosa, obedeciendo a las más descabelladas sospechas y estallando en llanto ante la mínima señal de abandono. Frecuentemente cuando llego de la fábrica la encuentro en la ventana aguardándome con el reloj en las manos para decirme que he llegado tarde, que la comida está fría. Pero nunca le funciona. Otras veces hurga en mis bolsillos, husmea en mis camisas, me abraza para verme el rostro, sin hallar ninguna evidencia. Entonces contrariada se queja de que todo el día la dejo sola trabajando en la maldita casa, sin cariños, ni siquiera ramos de flores. Parece una niña caprichosa. Yo la abrazo prometiéndole pedir salida al día siguiente para hacerle el desayuno muy de mañanita o llevarla a comer y al decírselo, siempre sucede, cae un haz de alegría sobre sus labios y ríe -amo esa sonrisa- y con un besito rapidísimo se aleja muy contenta.
Sin embargo últimamente ya no puedo consolarla, sus celos son cada vez más rídículos, toma en cuenta cualquier rumor de la gente, me pregunta si la quiero para luego sentirse miserable, llorar y morderse los labios cuando me haya ido. Toda equivocación es interpretada como un engaño, toda sonrisa un coqueteo. Es insoportable. Ese deseo posesivo me asfixia transformándome en un ser insignificante e inútil. Incluso es insoportable en las noches, sus palabras insinuosas son como pequeñísimas migas de pan en la cama que arquean nuestros cuerpos y nos indisponen para el amor, cuyo único resquicio vivo sea tal vez esa laberíntica maraña de celos y celos.
-Seguro que ya no me quieres- me repite constantemente en las mañanas. Creo que es el límite y soy incapaz de soportarla, ya no acude a mis brazos y el amor se ha enredado en sus cabellos. Hoy trataré de explicarle que hemos terminado, que no puedo vivir así y me iré.
Ya es tarde. Ella aparece por la puerta, tiene un rostro duro y unos ojos amenazantes ¿acaso sabrá lo que voy a decirle? Mentira. Está celosa y pretenderá decírmelo como todas las veces, como una víctima. Se sienta en la cama, trato de acariciarla por la cintura; pero ella me esquiva -está enojada-, pienso. Sus ojos voltean, me lanzan una mirada repulsiva, feroz y luego m da la espalda. Un enjambre de abejas habita en su cabeza.
-¿Qué te pasa?- pregunto despacito con ternura-
-Todavía me lo preguntas- contesta sin voltear. La curiosidad se me sube por entre las piernas. No sé qué hacer.
-No mientas, ya lo sé-. Estoy totalmente desconcertado.
-No entiendo.
-Que me engañas,que tienes otra mujer-. En ese momento voltea; el fuego de sus ojos se ha transformado en lágrimas.
Siento pena, más pena aún porque yo no la engaño, pretendo decirle que todo es mentira ¡cómo se lo puede haber imaginado?. Ella ha adivinado la pregunta, me mira profundamente y con violencia dice:
-La he visto. La otra noche que llegabas de la fábrica-. Una muchacha joven de pelo rubio, se besaron en la esquina. Yo lo ví.
-Pero eso es absurdo-. Algo me dice que debo dejarla en ese mismo instante, que debo correr; pero estoy tan turbado que quiero saberlo todo.
-Además te has acostado con ella, aquí-. Y su rostro se desmorona sobre sus manos.
Trato de comprenderla, aunque tengo miedo porque nunca la había visto tan nerviosa. Sus hombros tiemblan.
-He encontrado su enagua, ayer- Inmediatamente se levanta y rápidamente está afuera, luego vuelve, se sienta a mi lado y me dice:
-Esta es la enagua-. Me lo dice convencida. Una terrible sensación me congela el cuerpo y me deja un ardor en la gargante. Observo sus manos vacías, simplemente vacías. Me callo.
-¿Acaso no lo ves?-. Me callo, observo el rictus de sus labios, su rostro para después abrazarla fuertemente contra mi pecho. Y lloro.
Publicado en el Ciclo de Lecturas "Reunión" en Arequipa (Perú) en abril de 1992

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