Javier de Taboada
“Condenadme, no importa. La Historia me absolverá” dijo Fidel Castro en un famoso discurso ante el tribunal de Batista que lo juzgaba por el asalto al cuartel Moncada en 1953. “La historia me juzgará”, repitió el vicepresidente argentino Julio Cobos, luego de votar en contra de un decreto de la presidenta, y líder de su partido, Cristina Kirchner. A la misma frase apeló el presidente egipcio Hosni Mubarak en los días en que se negaba a escuchar las protestas populares y dimitir de su cargo. Con diferente fraseo, la repitió Alberto Fujimori luego de ser condenado y proclamar su inocencia, y también Alan García después de la catástrofe de su primer gobierno.
Un político, con mucha mayor intensidad que el ciudadano común, vive entre momentos de gloria y momentos de debacle. Momentos en los que se siente aupado por las masas, bendito por la Fortuna, actor crucial de la encrucijada histórica. Se atreve entonces a proclamar lo trascendente de la coyuntura, a proclamar la enorme significancia –no para él, sino para el mundo entero- del instante: “Este es un momento histórico y revolucionario”, para recordar una vez más a nuestro actual presidente. Pero también le toca afrontar momentos correspondientemente funestos, cuando las masas lo han abandonado, los correligionarios más cercanos terminan por darle las espaldas, los jueces –los de verdad, no los de la historia- y la opinión pública lo condenan. Entonces vuelve a mirar a la Historia, pero ya no para congelar el momento, sino para superarlo en un imaginario flash forward hacia un lejano capítulo de la serie en donde, en un nuevo giro de la trama, se descubre que él siempre tuvo razón, y sus enemigos son humillados.
Si al creyente desencantado de la crueldad del mundo sólo le queda la esperanza de la infalible justicia divina que, después del umbral de la muerte, premiará a los buenos y castigará a los malos; al político en declive, hecho al fin y al cabo de tiempo y coyuntura, le queda –también como único recurso- el gesto de mirar hacia el futuro lejano en que se enmendarán todos los malentendidos. Al futuro definitivo y concluyente, cuyo nombre trascendental es Historia.
La pregunta es, ¿y qué piensa la Historia, cuando le toca dar la vuelta al cabo? Dos cosas, a mi modesto entender. En muchos casos, la Historia no comparte la opinión del político sobre la trascendentalidad del momento o del hecho, y casi ni se detiene a juzgarlo. Fidel Castro tenía razón sólo parcialmente en que la Historia lo absolvería del asalto al cuartel Moncada (la liberación por amnistía llegaría mucho antes, a los dos años de los hechos). En ese momento no podía imaginarse que el hecho verdaderamente histórico tardaría otros seis años en llegar (el triunfo de la Revolución en 1959) y menos podía imaginarse que la Historia terminaría condenándolo no por matar soldados de Batista sino por convertirse en un nuevo dictador de opuesto cuño. Dictaminar la “historicidad” de un momento específico no sólo es difícil, sino un poco tramposo.
Lo segundo es que sólo en raras ocasiones la Historia rectifica las tendencias de la coyuntura. Más bien suele edificarse sobre éstas. Los que fueron condenados como ladrones y asesinos no serán honestos e inocentes dentro de veinte años. Si acaso, en algunas contadas ocasiones se descubren perlas que arruinan la reputación de alguien que la tenía buena, pero lo contrario es casi imposible. La Historia de mañana leerá los periódicos de hoy.
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