Javier de Taboada
“Cagarse de risa” es una expresión tan común y cotidiana que ya casi hemos olvidado su sentido más literal, ese que refiere a un espasmo tan exagerado y brutal que el cuerpo pierde control de los esfínteres. No es, es verdad, la única expresión en nuestra habla en que se asocia el acto de defecar con otras sensaciones primarias, como en ‘cagarse de miedo’ y la paradójica ‘cagarse de hambre’. Pero si en estas últimas expresiones la hipérbole tiene un sentido negativo, describe una sensación que sería preferible evitar o saciar, en la primera se trata de un acto deseable: ¿quién no quiere cagarse de risa? ¿quién no va al cine, ve programas cómicos o escucha a Los Chistosos para cagarse de risa? La acción se adjetiviza y se vuelve predicativo: Fulano es un cague de risa, y siempre es bueno tener uno o varios patas de estos (o mejor aún: serlo).
No se trata de una asociación exclusiva de nuestra cultura. Se la vuelve a encontrar, por ejemplo, en inglés: shit laugh, laugh your ass off. Incluso viene de muy antiguo. La carcajada universal asociada a lo inferior material-corporal daría y ha dado mucho que hablar a Mijaíl Bajtín, quien escruta con brillantez la cultura popular de la Edad Media. Para el crítico ruso, la carcajada carnavalesca es liberadora, desacralizadora y subversiva del rígido y solemne orden que regía para el resto de los días del año. El cagar provoca risa: baste recordar la enumeración de objetos que el gigante Pantagruel usaba para limpiarse el culo en la obra de Rabelais o la escena del Quijote en que Sancho se pone a cagar a escondidas al lado de su amo (I, 20). Cagarse de risa era todavía algo más que una metáfora.
Pero después, según dice Bajtín, la carcajada de la plaza pública se disgrega en las risitas de los salones burgueses, y pierde su poder liberador. Hoy en día, en la sociedad de consumo, la sociedad capitalista dicta el imperativo de goce, nos dice Slavok Zizek. Hemos pasado de la sociedad represiva y espiritualista del Medioevo a la sociedad hedonista y materialista de la postmodernidad. La publicidad nos ordena gozar, y el exceso es la dosis recomendada. Comprar, comer, tirar y reír. La orden es reír a carcajadas, hasta que se sacudan las costillas y nos falte el aire, hasta que nos duela la quijada por el esfuerzo: cagarse de risa. La risa se vende con código de barras y la cara de Jack Black o Ben Stiller.
Por eso en estos tiempos aprecio más y me parece más subversivo el humor que apela también a lo racional, que provoca un espasmo moderado o incluso ninguno: no la risa sino la sonrisa, no el descontrol de cuerpo sino el revoloteo dentro de él de una sensación que sólo por momentos explota en franca risa. Es, por ejemplo, el humor de Woody Allen o de Luigi Comencini o de Jerry Seinfeld. La carcajada violenta al cuerpo; la sonrisa lo ilumina. Cagarse de risa es agotador; sonreír, reparador. Y nuestros amigos-cague-de-risa por lo general se van poniendo pesados a medida que avanzan los tragos. ¿O no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario