Javier de Taboada
“Yo sé quién soy” dice don Quijote en un arrebato de cordura, en una de esas contadas ocasiones en que la niebla de su delirio parecía desvanecerse y el caballero andante vislumbraba en el fondo del espejo al campechano Alonso Quijano. En tal momento se daba cuenta que era, recordémoslo, un hidalgo, es decir un hijo-de-algo, es decir un miembro de la baja nobleza española. En una sociedad en la que la prominencia social estaba basada en la procedencia, ser hidalgo no estaba tan mal: implicaba tradición, algunas rentas, y una genealogía respetable. Después de algunos siglos, sin embargo, la clase de los hidalgos, a la que todos querían pertenecer, había crecido considerablemente y éstos se habían convertido, por así decirlo, en el proletariado de la nobleza. Para ofrecer una interpretación anacrónica de la obra de Cervantes: Don Quijote se hace caballero andante para ‘ser alguien’, porque no soportaba ser un vulgar hidalgo, un noble don nadie.
Interpretación anacrónica, digo, porque el ‘ser alguien’ como producto de méritos y acciones individuales es propio del capitalismo y no del barroco. La obsesión por la genealogía hace tiempo ha sido reemplazada por el convencimiento de que cada individuo se labra su éxito o fracaso, que depende sólo de uno mismo el lugar que lleguemos a ocupar en la vida. Sólo así se puede concebir a don Quijote como embarcado en una gran lucha contra el anonimato. Pero la ideología del individualismo no se contenta con romper la rigidez de los estamentos sociales: simula hacerlos desaparecer. De considerar tan inmutable como el destino al espacio social en que uno nace, hemos pasado a creer que éste no tiene la menor importancia, pues todo se puede lograr con esfuerzo y perseverancia. En los países más capitalistas esta ideología ha calado hondo y así Hollywood nos inunda con historias de minusválidos que lograron superar todas sus limitaciones y sobresalir, o historias de artistas y científicos perfeccionistas que alcanzan la obra maestra o el invento revolucionario, o historias ‘reales’ de emprendedores que logran labrarse una fortuna partiendo de unos cuantos centavos. Limitaciones que no limitan, porque la fuerza de la voluntad logra superar la adversidad social, familiar y hasta fisiológica. ‘Ser alguien’ es la demostración, la consecuencia, y casi el sinónimo del éxito; mientras que el fracaso está asociado con el ‘nobody’, con el perfil bajo, y con el indeseable ‘loser’.
En el Perú achorado y pluriétnico no creemos con tan candorosa fe en la movilidad social, presentimos que hay jerarquías que no son tan sencillas de traspasar y usamos la retórica de la identidad social para reafirmarlas, para imponerlas cuando nuestro interlocutor no ha tenido la perspicacia de reconocerlas automáticamente: ¿Sabes quién soy yo? ¿Sabes con quién estás hablando?, son frases que gritan que no todos somos iguales, que hay ciudadanos con mayores derechos o menores obligaciones que el resto, y que dicha jerarquía debe ser respetada. No apelan al sueño igualitario (aunque engañoso), sino a la realidad agresiva y mandona. No celebran el ascenso social sino que exigen el acatamiento del supuesto subordinado. Como toda estrategia retórica, el “¿sabes quién soy yo?” puede tener, incluso suele tener, escaso sustento, y muchas veces las pretensiones de importancia no se corresponden con la realidad. No importa: la frase igual revela nuestro imaginario social y nuestra tosca manera de lidiar con eventuales oponentes. Especialistas en crear con un mismo pase de prestidigitación verbal supuestos niveles y asignarnos los más encumbrados, recurrimos algunas veces al argumento ingenioso y otras al empujón verbal. ¿Sabes quién soy yo? Sí, el gran bonetón.
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