Javier de Taboada
Mi amigo Sandro Denegri me recuerda una frase de su abuela: “Todos los
muertitos son buenos”, a propósito de mis (y en general, las) excesivamente
elogiosas frases derramadas en honor a Javier Diez Canseco. Yo conocía la
frase, por supuesto, pero en una versión bimembre, cortesía de mi padre: “No
hay muerto malo ni novia fea”. Detengámonos un momento en la segunda parte del
adagio. “¡Qué linda la novia!”. Esto es pues, lo que hay que decir, por un
mínimo nivel de cortesía, si no es con sincero entusiasmo. ¿No es cierto?
¿Alguno de ustedes, amigos lectores, levantaría su copa de burbujeante champán,
la tocaría resonante con un tenedor para pedir la palabra (ya que nadie lo
invitó a hablar), y diría públicamente: “Yo no soy ningún hipócrita, tengo un
compromiso con la verdad, y la verdad de la milanesa es que la novia tiene cara
de camello, cuerpo de vaca, y además es más puta que las gallinas, y ha tirado
con la mitad de los invitados a esta fiesta, y si no tiró con la otra mitad es
porque no le atracaron.” ¿Alguno de ustedes pronunciaría un discurso semejante?
Sin
embargo, esto es exactamente lo que hace Aldo Mariátegui en su gesticulante
retorno a la prensa escrita en una provocación en forma de columna titulada
soberbiamente “Sin hipocresías”. Pero más allá de este deleznable personaje, a
quien no vale la pena comentar, retorno a la reflexión más general y más
interesante de mi amigo Sandro. ¿No hay muerto malo? Yo creo, y esta es una
lección que aprendí de la muerte de mi padre, que la muerte sí otorga un
balance y un cierre, en donde las pequeñas rencillas, fricciones,
incomprensiones, que permean e incluso constituyen el día a día de la vida
familiar –o de la lucha política- carecen totalmente de importancia. Por eso es
que regodearse con minucias excrementicias de supuesta corrupción, no sólo
altamente dudosas sino completamente olvidadas, como hace el bisnieto equívoco
de otro hombre que también fue la izquierda de su tiempo, parece mezquino,
cochino y supino.
Pero, me
dirán, cuando uno hace un balance éste puede resultar negativo. “JDC fue
congresista por más de 20 años y nunca hizo nada práctico por el Perú”, escribe
también Sandro. A esto yo, que vivo en el país de los empíricos, acotaría que
en efecto, JDC nunca resolvió un problema como gobierno, porque nunca fue
gobierno, y la única vez que pudo serlo se las ingenió para romper rápidamente
con el oficialismo. Pero lo práctico no se restringe a lo administrativo. En
realidad, el tener los pies en la tierra, plantear estrategias antes que fines,
y metodologías antes que teorías son requisitos básicos para cualquiera que
quiera hacer carrera política. La reflexión profunda, la ensoñación, el odio o
el menosprecio pueden funcionar bien en otros oficios, no en éste. A veces,
claro, se cola una excepción, como Toledo, un político un poco torpe que nos
mantuvo en el hilo de la gobernabilidad por casi 5 años. JDC fue un gran
político, entre otras varias razones, porque tuvo este instinto operativo
altamente desarrollado.
Volvamos al
título. Sí, es cierto, el balance de la muerte es desbalanceado, porque tiende a
privilegiar el lado más luminoso del difunto. Y no deja de haber algo de sabiduría
en esta costumbre popular. Resaltar lo bueno sobre lo malo es contribuir a
darle sentido a esa existencia que nos ha acompañado desde las paredes de la
casa, las calles de la ciudad o la pantalla de televisión. Es reafirmar la
continuación de la vida, modelar el legado de aquellos a quienes quisimos,
admiramos o respetamos, desde cerca o a lo lejos. Habrá, qué duda cabe, algunos casos
insalvables (y habrá aquellos para quienes JDC es uno de tales). Acaba de morir
Jorge Rafael Videla que, como algunos podrán deducir, está en mi lista negra de
los más abominables de todos los tiempos. ¿Mas qué ganáramos ya con insultarlo
ahora? Aunque las palabras hiervan en la boca, será mejor el silencio, sino por
respeto al (nefasto) personaje, al menos por respeto a la implacable, democrática
y niveladora Parca.
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