I.
Presagios
"Al salir de Vivar, tuvieron la corneja diestra, y entrando en Burgos, tuviéronla
siniestra"
Cantar de Mío Cid
Yo no lo sabía, pero vine a
despedirme de mi padre. Todos los años vengo a Arequipa, pero esta vez mi viaje
estuvo marcado desde el inicio por el signo de mi padre. Una larga conversación
inicial con la muerte como tema, unos amigos que a los pocos días llegan a
visitarme desde un velorio, son signos que en retrospectiva cobran un sentido
ominoso y predictivo. No sé si la muerte llega siempre con anuncios o si la
vida no es más que una sucesión de anuncios de la muerte.
Yo sabía, desde antes de pisar cielo
arequipeño (valga el oxímoron) que este viaje no era, como todos los años,
simplemente para disfrutar de la familia, los amigos, las comidas y los bares.
Este era un viaje de despedida. Sólo que pensé que me tocaba despedirme del
lugar más entrañable que conozco, mi casa, mi ancla sobre la tierra, conectada
por alguna tubería subterránea con el magma hirviente del volcán. Pero Dios me
hizo comprender que hay algo mucho más importante que los lugares donde amontonamos
los recuerdos: son las personas con quienes los hemos vivido. Vine pues, a
despedirme de mi padre, y a redescubrirlo a través del dolor y la revelación.
No vine a despedirme de un gran lugar, sino de un gran hombre.
II.
Agradecimientos
“duro es verse carne y débil ante el momento, horroriza
pensarlo mejor asimilarlo en otro lágrimas y muchos lagartos negros cantando
complacidos bajo las piedras con las cuales tropezamos diariamente”
Alejandra Cornejo
Padre, lo que quiero decirte hoy se
resume en una palabra: gracias. Gracias por esa infancia perfecta, por esas
fiestas de cumpleaños multitudinarias que constituían uno de los eventos
sociales más esperados por mis amiguitos del colegio. Gracias por esos domingos
en el hipódromo de Porongoche (hoy tristemente convertido en mall), oasis de
frescura en el caos urbano. Gracias por esas historias apasionantes sobre tus
épocas de juventud, y tu activísima participación en la política polarizada y
partidarizada de la época, historias que repetías una y otra vez y que yo nunca
me cansé de escuchar. Gracias por tu conocimiento enciclopédico y por haberme
rodeado de libros desde que tengo memoria, los mismos libros que años después
comencé a entresacar de tus estantes, y que hoy en día me dedico
profesionalmente a estudiar y analizar. Gracias por esa risa desbocada,
estruendosa y contagiosa con que te gustaba celebrar tus chistes, y que todos
tus amigos recuerdan con tanta nitidez. Gracias por ese corazón noble que
tantos problemas te trajo, pero que nunca se llegó a petrificar. Gracias por
haber sido no sólo un buen padre, sino un buen jefe y un buen notario que se
lleva a la tumba su nombre intacto. Gracias, papá. Gracias, doctor Javier.
Y a todos ustedes, a quienes he
encontrado estos días en los pasillos del hospital, con quienes he compartido
un abrazo fraterno y sincero, y una lágrima inevitable, también las gracias.
Gracias por ese cariño profundo y a flor de piel (valga el oxímoron) que le
tienen a este hombre que enterramos hoy y que ustedes conocieron de un modo
distinto que yo. Gracias por haber sabido mirar a través de su aparente
agriedad y por haber sabido descubrir las pepitas de oro guardadas en la
oscuridad de la mina. Quizás yo no lo pude ver en todos estos años, pero en
unos días he aprendido que mi padre estaba rodeado de gente tan noble y
generosa como él mismo.
Señor, te encomiendo el alma de mi
padre, cuídalo, perdona sus pecados y tenlo en tu gloria. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario