Javier de Taboada
Antes en los estadios no había palcos. O más bien, había uno solo: el palco de honor, que era un lugar reservado para los dirigentes del club local, dirigentes del equipo rival, dignatarios y políticos invitados, directivos de federaciones o agremiaciones de fútbol, y cualquier otra personalidad pública o institucional que pudiera considerarse un “invitado de honor”. Como en todo asunto de honor, el protocolo era muy estricto con respecto a quién debía presidir la futbolística ceremonia, y quién debía sentarse a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás. Pronto, sin embargo, con la lógica capitalista de convertir todo valor simbólico en valor de mercado (la mercantilización del estatus “VIP” es un buen ejemplo: lo que antes era el reconocimiento de una cualidad preexistente no es ahora más que la denominación estándar para la entrada más cara) se empezó a subastar tal honor, o en todo caso, a crear un producto equivalente. Así se multiplicaron los palcos, que de uno pasaron a ser 200 ó 300. Codiciados espacios de privilegio, que en el remodelado Estadio Nacional, por ejemplo, se estuvieron ofertando a exorbitantes precios que alcanzan hasta los $100 000, y sólo por un uso de diez años.
El palco se balancea en la frontera entre lo privado y lo público. Propiedad privada que permite al dueño ejercer sus derechos reales de préstamo, alquiler o reventa, pero que también le permite, como este último clásico ha hecho patente, saltarse las normas y restricciones que rigen los espectáculos públicos. Que le permite, en una palabra, la impunidad, pues quien compra (o alquila) un palco no solamente busca disfrutar de una vista espectacular, un sillón mullido y un baño privado, sino tener un espacio propio donde pueda hacer lo que le dé la gana. La burbuja privada instalada en el espacio público por excelencia, el resguardo del privilegio en medio de la tribuna en donde todos, teóricamente, se igualan por un espacio de dos horas.
“Gente de bien”, como dice cínicamente el cholo Payet, a los palcos no asisten “pandilleros ni gente de mal vivir”. Pero Payet es cínico no porque dice una cosa y hace lo contrario (él, obviamente, sostiene que “reaccionó” a una agresión), sino porque expresa abiertamente lo que los demás callan o disimulan. Es decir, que hay, por un lado, “gente de bien” que asiste a confortables palcos, y por otro, “gente de malvivir” que abarrota las tribunas populares. Que la “gente de bien” es siempre la agredida y, en todo caso, se defiende, mientras que la “gente de malvivir” es siempre la agresora, porque lleva en sus pandilleras venas el germen de la violencia, propia de sus calles sucias y barriobajeras.
Creo que en este triste episodio no hemos terminado de entender los profundos prejuicios culturales que permitieron el desarrollo de los hechos. Si la policía no revisó concienzudamente a los asistentes a los palcos, si resultaba tan fácil pasarse de uno a otro palco en busca de la bandera del equipo rival, es porque ‘se supone’ que los que tienen suficiente dinero como para pagar estos lujos son personas ‘bien educadas’, y por tanto, pacíficas. Pero en las repetidas imágenes de ese día hemos comprobado cómo la “gente de bien” puede también ser salvaje, desaforada, y hasta decididamente criminal. Más allá del señalamiento concreto de responsabilidades directas e indirectas, convendría que como sociedad vayamos aprendiendo que cualquier mecanismo de separación física entre pobres y ricos no nos resguarda de la violencia, ni la aplaca, sino que a lo sumo la compartimentaliza y distribuye.
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