Javier de Taboada
En la Tragicomedia de Calisto y Melibea, más conocida como La Celestina, Calisto se enamora locamente de Melibea desde el principio de la obra. A tal punto de desquicio llega su inflamada pasión que cuando su criado Sempronio, tratando de hacerle entrar en razón, le reprocha: “¿Tú no eres cristiano?”, Calisto responde: “¿Yo? Melibeo soy, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo.” ¡Y estamos en 1499! Los síntomas de la pasión de Calixto (llanto, sufrimiento, languidez, gusto por las tinieblas y por las tristes canciones) son sorprendentemente parecidos a los que podría padecer cualquier enamorado de nuestros días, parecidos a los que celebran una y otra vez las canciones románticas (por ejemplo, la blasfemia descafeinada de Maná, “tú eres mi religión”, y de Enrique Iglesias, “experiencia religiosa”). Pero más sorprendente aún, en realidad, es que, pese a que todo en su vida empieza a girar en torno a Melibea, pese a las oscuras maquinaciones que trama para acostarse con ella (allí es donde aparece la famosa Celestina), a Calixto jamás se le pasa siquiera por la cabeza el casarse con ella. ¿Por qué? Probablemente porque en el siglo XV el amor, y el matrimonio, eran dos avenidas paralelas que no tenían porqué cruzarse. El matrimonio no solamente no requería el amor para consumarse, sino que este último era una amenaza a la institución matrimonial y a su lógica hereditaria de bienes y de sangre. Una persona decente no era la que amaba a su cónyuge, sino la que no amaba, la que no se dejaba degradar por aquel sentimiento grotesco y ridículo (y Calisto es un buen ejemplo de ambos extremos).
Uno o dos siglos más tarde (es decir, por ejemplo, Cervantes) el amor puede llegar a justificar el matrimonio. Típicamente, los personajes de las novelas barrocas, urgidos por los rigores de la pasión, prometen matrimonio, pero una vez recibido el ‘adelanto’, olvidan rápidamente su promesa y desaparecen, al menos hasta que son obligados a cumplir su palabra. El amor sigue siendo sospechoso e inoportuno, pero el matrimonio es, en casos extremos, una manera de reparar los estropicios causados por la pasión. Las dos avenidas han empezado a confluir. El matrimonio es el castigo perfecto para los enamorados.
Hoy en día, como todos sabemos, hemos girado otros 180 grados, y ahora pretendemos que el amor sea el fundamento del matrimonio, y su sustento diario. Las parejas se casan por amor, y se divorcian por falta de amor. Por supuesto, un renacentista o un barroco jamás podrían entender esto. Nos dirían, quizás, que estamos locos. Que seremos azotados por los vientos en el segundo círculo del infierno. Que hemos pervertido la institución más sólida insuflándola con el sentimiento más volátil. Que en vez de construir la casa sobre roca, o incluso sobre arena, hemos puesto la roca sobre la arena y por eso nos estamos hundiendo. O que más bien hemos construido una casa apilando cartuchos de nitroglicerina. Y que por eso nuestros matrimonios duran tan poco. Nos dirían que si lo que queremos es gozar de la pasión, lo hagamos, pero no pretendamos su perpetuidad. Y si lo que queremos es la estabilidad de la unión, tal vez debiéramos empezar a cambiar sus cimientos.
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