El
espectador común va al cine a entretenerse, a dejarse llevar por la perfecta
maquinaria de los efectos visuales y las emociones narrativas. No quiere decir
esto que no tenga una opinión sobre lo que acaba de ver: la tiene, aunque no
sea capaz de desarrollarla en más de tres palabras: ‘me gustó’, ‘no me gustó’,
‘buena’, ‘mala’. Puesto en apuros de explicar porqué una película le pareció
mala, casi siempre recurre a un adjetivo peculiar: “muy lenta”. No pretendo ahora
burlarme de la falta de elocuencia de los aficionados; en realidad entre el
mundo de las imágenes que disfrutamos (o no tanto) en la pantalla, y el de las
palabras, al que nos vemos impelidos cuando abandonamos la sala, media una
distancia tan grande que hace falta mucho entrenamiento y algunas horas de
masticación mental para elaborar un argumento coherente sobre lo que se acaba
de ver, sus méritos y deméritos. Cualquier crítico de cine, por trajinado que
sea, que se haya visto obligado a comentar una película inmediatamente después
de la proyección, habrá sentido la dificultad.
Pero sí me
llama la atención que el primer calificativo que se le enrostre a una película
para descalificarla, sea el de la lentitud (en otros contextos culturales, como
en EEUU, el reproche por excelencia no es éste sino el de su inverosimilitud o
predictibilidad). ¿Por qué es tan espantosamente malo que una película sea
“lenta”? Seguro porque nos hemos acostumbrado a que una película sea una
montaña rusa de explosiones, persecuciones, peleas coreográficas, situaciones
extremas, aceitadas por una tensión que se va construyendo en todos los demás
minutos de la película. Es decir, toda película empieza con una situación
problemática que se va volviendo más y más insostenible, hasta que estalla, se
nos permite una brevísima pausa para recuperar el aliento, y nuevamente las
tuercas del suspenso empiezan a ajustarse hasta crear una nueva situación
insostenible, pero de más grandes dimensiones que la primera, con un estallido
más espectacular, y así hasta llenar las dos horas de pantalla. Pareciera aquí
que estoy hablando del género de acción/aventura/suspenso, pero en realidad
esta es la estructura de todos los géneros de Hollywood: cambiemos las
explosiones y persecuciones por situaciones absurdas y ridículas, y tendremos
una comedia; por situaciones equívocas y de pareja, y tendremos una comedia romántica. Y así va,
siempre incrementando la tensión, dejándola descargarse un poco, y volviendo a
incrementarla, hasta llegar al glorioso final.
Así hemos
aprendido a ver películas, y así nos hemos olvidado de ver, sin más. Las
imágenes pasan por nuestros ojos, pero no se registran, sólo pasan. ¿Cuántas
veces, ante un plano panorámico espectacular o un efecto especial bien logrado
no hubiéramos querido disfrutar un poco de la imagen, paladearla? Pero no hay
tiempo; el plano promedio en el cine contemporáneo de Hollywood tiene una
duración de entre 2.5 y 4 segundos. Cuenten: 1, 2, 3,4, cambio de plano. Se
gastan miles de dólares en grabar una escena que permanecerá, quizás, 10
segundos en la pantalla. ¿Se puede llegar a ver algo a esta velocidad, algo que
no sea una sucesión frenética de imágenes que nos atacan? Lisandro Alonso, un
cineasta “lento”, decía que dejar una imagen por un tiempo mayor al
estrictamente necesario para ‘leerla’ y comprenderla hace que el espectador
aprenda a contemplarla realmente. No a simplemente registrarla, check: “un río
caudaloso”, deducir y sus implicancias narrativas: “peligro”; sino a contemplar
los borbotones de agua que revientan y se transfiguran en su bella amenaza,
como quien contempla las olas del mar. Pero este es un arte delicado, dice
también Alonso, un equilibrio difícil, porque si se deja el plano unos momentos
extra, el espectador contemplativo deja justamente de mirar, y se distrae: “¿Me
acordé de ponerle llave a la puerta de la casa?”.
No me
malentiendan: yo amo el cine lento, pero aprecio también la trama, la intriga,
alguna motivación que haga que el espectador (yo) quiera seguir viendo la
película hasta el final. Amo el cine lento, pero detesto el cine “poético” en
el que las imágenes se bastan a sí mismas y no importa casi la razón por las
que unas suceden a otras, en el que los cabos de la causalidad narrativa se
desatan y naufragan en un mar de exasperante belleza. Creo, como cualquier habitué de CinePlanet, que el gran poder
del cine está en contar historias a través de imágenes, y no sólo en elaborar
estas últimas. Solamente que no creo que las únicas historias que vale la pena
contar sean aquellas que se parezcan a una carrera desenfrenada de autos, de
naves, o de cuadrigas. Alguien dijo que el cine es la vida sin las partes
aburridas, pero la verdad es que es en estas partes “aburridas” donde se van
decantando los grandes momentos de nuestra vida que siempre recordaremos, los
lazos que perduran, los logros o fracasos que nos marcan. No (o no sólo) el descubrimiento sino su
cuidadosa gestación, no sólo el estallido sino sus prolongadas consecuencias,
no sólo la muerte sino la penosa agonía y los eternos días del duelo. Grandes
maestros nos han enseñado este delicado arte: Michelangelo Antonioni, Jim
Jarmusch, Aki Kaurismaki, Michael Haneke, Carlos Reygadas, Claudia Llosa, por
mencionar sólo algunos aleatoriamente, y con muy diversos estilos.
Reconozco
que el gusto por el cine lento es un placer que tiene que aprenderse, como
tiene que aprender a paladear la comida el ejecutivo acostumbrado a almorzar en
5 minutos yendo de un lugar a otro o hablando por teléfono. Pero vale mucho la
pena. Aburrámonos un poco, algunas veces, cabeceemos en el cine, salgamos
perplejos preguntándonos cuál es el supuesto mérito de una película “tan
leeeeenta”. Y de pronto, un día habremos aprendido a acompasar nuestro cerebro
con las imágenes y quedaremos fascinados con el resultado. Para siempre.
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