Javier de Taboada
Si la “cortina de humo” es en el ámbito político una de las estrategias retóricas preferidas para irrogarse sagacidad y para colocarse en un supuesto espacio superior al resto (el nivel del analista); en otros ámbitos del espacio público, como en el de la farándula y el espectáculo, esta retórica de los ‘niveles’ parece ser esencialísima. En la farándula no hay analistas, sino chismosos (miren por ejemplo la escasez y poca fortuna de los ‘críticos de tv’, y cómo una de estos críticos, que escribía en las páginas de la revista Oiga, se convirtió apenas pudo en el complejo monstruo mediático que es hoy: Magaly Medina); no hay polémicas, sino enfrentamientos. Los ataques e insultos constituyen, junto con la vida sentimental –que incluye los famosos ampays- y la actividad profesional de los artistas, uno de los elementos básicos del periodismo de espectáculos. En la política el adjetivo sólo cobra particular importancia de modo estacional, es decir, en época electoral, pero en espectáculos es materia prima del día a día.
Pues bien, ¿cuál es la defensa favorita, y hasta podríamos decir infaltable, del cantante, actor, futbolista o bataclana de turno ante cualquier ataque? Poner una cara de dignidad marmórea y proclamar: “No voy a rebajarme a su nivel.” La frase es persuasiva porque crea caprichosamente, en el momento mismo de su enunciación, supuestos niveles preexistentes y objetivos. De pronto resulta que hay un nivel superior y otro inferior y además que están habitados, respectivamente, por el hablante y su rival. En versiones facebookeras de la misma frase se insiste aún más en la separación de los niveles: “Yo puedo rebajarme a tu nivel, pero tú nunca podrás subir al mío”
Pero esta última versión no tiene tanto éxito, porque se trata de una frase que, por su sentido mismo, debe pronunciarse preferentemente en tercera y no en segunda persona. No responder directamente, sino sólo a través de un intermediario (la prensa) es parte de ese supuesto nivel que se quiere sostener. No rebajarse al nivel del insulto, de la barra brava, de la mecha callejonera, no rebajarse a la expresión de las humanas pasiones ni salpicar sangre verbal. Flotar, en cambio, en el topus uranus de los espíritus elevados y desapasionados, que están más allá de los arrebatos del mundo.
Claro está que tal ideal muy raramente se cumple; decir “no voy a contestar” suele ser, casi siempre, un preámbulo para contestar. Porque, bien mirado, lo que importa en esta estrategia no es la dignidad, totalmente impostada, sino la existencia de un nivel superior, que yo ocupo. Y una vez claramente establecido este hecho, ya puedo pasar a calificar de ladrón, farsante, jugadora, o el adjetivo que corresponda al día. Total, la prensa no se deja distraer ni por un minuto con esto de los niveles y recoge frugalmente el adjetivo para ponerlo en los titulares del día siguiente.
No existen niveles en la esgrima verbal. Usar un circunloquio no es más educado, ni culto, ni mucho menos más digno que usar un calificativo grueso y directo. Y hay ocasiones en las que, más que erigirse un pedestal que a nadie convence, lo que corresponde es ser claro y contundente, o incluso procaz.
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