Javier de Taboada
Hace poco veía un documental español titulado Entre el dictador y yo que pretende escarbar un poco en la consabida “memoria histórica” y explorar las relaciones de los españoles de hoy con la herencia de la larguísima dictadura de Franco. El documental no es bueno: no sabe muy bien lo que quiere, ni dónde encontrarlo, y lo que podría haber sido un tema de lo más interesante recibe un tratamiento completamente anodino. En general no lo recomiendo, pero hay una sola escena, espectacular, que basta para justificar la hora y media de lugares comunes. Se trata de dos viejos de un barrio, una señora y un señor que empiezan a confrontar sus visiones políticas. El viejo es un republicano recalcitrante y la vieja defiende al “caudillo”. La discusión empieza a subir de tono, y los ánimos pronto se caldean. El viejo de pronto le espeta a su vecina: “Lo que pasa es que usted es una lameculos de Franco”. Y la señora responde, impertérrita: “Yo no soy lameculos de Franco. Soy lameculos de la realidad.”
La señora confiaba tanto en los poderes conclusivos de la realidad que no se fijaba al lado de qué sustantivo ponía el modificador. Y es que, lameculos aparte, la apelación a la realidad es uno de los argumentos más socorridos para (tratar de) ganar una discusión. Apelar a “la realidad” es patear el tablero de lo simbólico, es declarar la indiscutibilidad de lo discutido. “Esta es la realidad.” No se diga más, entonces. ¿Qué argumento puede valer ante la contundencia de lo evidente?
En la cultura norteamericana, tan devota del dato preciso y del dinero contante, ya no es siquiera la “realidad” la que lleva la preferencia, sino algo aún más escueto: los hechos. “This is fact”, es el argumento clausurante. Y el mayor ataque a un adversario: “It’s factually wrong.” Es decir que se equivoca, pero no por sus opiniones, sino porque su información es falsa, lo que lo convierte en un mentiroso o en un ignorante. En cierto sentido están peor que nosotros, buscando, como diría Werner Herzog, sólo “la verdad del contador.” En otro sentido, sin embargo, este reemplazo de ‘realidad’ por ‘hechos’ implica una (vaga) conciencia de que la ‘realidad’ es algo construido, algo que no viene dado de por sí y con contundencia silenciadora, sino algo que hay que desentrañar e interpretar. Sin el tejido que los une sólo quedan, flotantes, aislados, los hechos.
Decía que la apelación a la realidad pretende silenciar al adversario y dar por terminada la discusión, pero esto es lo que pretende, otra cosa es que lo consiga. Por lo general el interlocutor no se deja impresionar por tales argumentos y replica, ya sea cuestionando la pretensión de realidad, o los hechos en que se pasa, o simplemente ignorando la apelación y volviendo al punto previo de la discusión. Pero mucho aprenderíamos de modestia y de tolerancia, y hasta de retórica, si entendiéramos, pero de veras, que la realidad es plurívoca y polifacética; si almacenáramos nuestras certezas guardando siempre un pequeño espacio para la duda; si recordásemos que aún los datos más duros pueden, alguna vez, ser falseados, que aún lo que parece tener un sentido obvio y único puede ser visto de otra manera. Si algún defecto hemos de tener, seamos dubitativos, seamos diletantes, seamos irresolutos, pero no seamos, nunca, lameculos de la realidad.
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