Javier de Taboada
De todos aquellos personajes que tienen la suerte de ostentar esa dudosa condición de ‘famosos’, los futbolistas son seguramente los menos talentosos a la hora de ponerse frente a un micrófono. Acartonados, poco desenvueltos, robóticos en sus respuestas y en sus gestos, suelen repetir invariablemente las mismas frases antes y después de los partidos. Pareciera que el talento para el juego, la brillantez en los movimientos y el control perfecto del cuerpo están reñidos con las habilidades verbales. El director técnico, ya liberado de las exigencias del rendimiento físico, es el único que se permite el desarrollo de la elocuencia, que, con honrosas excepciones, tampoco llega a niveles descollantes.
No es solamente un asunto de capacidad verbal. Los futbolistas tienen un libreto al que siempre se ciñen, que refleja su mentalidad para enfocar la competencia deportiva. Una de sus líneas más comunes es la de declarar, inmediatamente después de ganar, empatar o perder un partido, que “ya estamos pensando en el próximo rival”. En los días siguientes vendrán las expresiones de “respeto” por éste, que siempre es un rival “difícil” o “complicado”, aunadas a la convicción de jugar el todo por el todo y de salir a ganar.
A mí siempre me llamó la atención esta terrorífica fugacidad del fútbol (y quizás, del deporte en general). El jugador aún no ha abandonado la cancha, aún siente en su cuerpo la agitación y el cansancio, el dolor de los golpes y las caídas, el sudor corre por su rostro, su corazón nada en la satisfacción del triunfo o en la frustración de la derrota, y sin embargo, su mente ya está “pensando en el próximo rival”. Parece que el fútbol, su esencia, su sentido, es algo inasible que sólo existe durante 90 minutos y que se desvanece más rápido que un fantasma cuando el árbitro toca el pitazo final. Una suerte de ritual mágico después del cual ya nada tiene sentido si no, acaso, apuntar a la siguiente fecha de renovación del sortilegio. Por eso se organiza en torneos, para mirar siempre hacia adelante, en una lógica aritmética, y a veces hasta burocrática (aquello de “ganar en la mesa”) que, bien pensado, tiene muy poco que ver con aquellos minutos en los que todas las posibilidades se abren y cada trayectoria del balón puede cambiar el destino del juego, del jugador y del equipo.
El futbolista es un ser extraño: no vive, como la mayoría de las personas, en el pasado o en el presente, sino, descontando 90 o 180 minutos por semana, en el futuro. Largas horas “pensando en el próximo rival”, entrenando, estudiando al adversario, para que en la hora clave todo pueda decidirse por un rebote en el travesaño o por un tiro de penal. El único relajamiento permitido de esta mentalidad proléptica (o de flashforward, si quieren) es al final del campeonato, el torneo o la copa. Por eso me agrada tanto ver al campeón cargando la copa, pasándola de mano en mano, dando la vuelta triunfal a la cancha, desperdigándose en gestos de alegría infantil. Por fin, y al menos durante algún tiempo, ya no existe ningún próximo rival y podemos celebrar la eternidad del presente.
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