(Publicado originalmente en la revista Cultura Sur N° 1)
Debo confesar que siempre me han fascinado los rankings, esas selecciones arbitrarias de libros o películas, de personajes públicos o de eventos que se hacen con el pretexto de terminar un ciclo de nuestra también arbitraria matemática del tiempo, por lo general un año o una década, pues ciclos más grandes como el siglo o el milenio resultan casi inconmensurables en términos de producción cultural (no es que no se hayan intentado tales rankings, por cierto). Los rankings son pues arbitrarios, caprichosos, personales y polémicos, pero son también una apuesta, una manera de forzarse a elegir un subconjunto muy pequeño de un universo muy grande. Los rankings están en relación directa con el canon, es decir, aquellas obras que perduran en el tiempo, que han alcanzado estatuto de clásicos y están, por tanto, más allá de toda duda sobre sus valores estéticos, dedicados a fertilizar a las nuevas generaciones. No casualmente Harold Bloom cierra su estudio sobre El canon occidental con una lista –su ranking, pues- de las obras que según él pertenecerían a dicho canon. Los rankings son el canon de lo contemporáneo, una apuesta siempre provisional y un poco lúdica hacia el futuro eviterno. A pesar de que son básicamente un juego, a veces son tomados tan en serio que provocan peleas irreconciliables con los excluidos (más comúnmente entre la fauna de los poetas). A veces se toman tan en serio que se intenta alcanzar la lista ‘definitiva’ a través de amplias encuestas a diversos ‘especialistas’ como es el caso de la Ong neoyorquina Cinema Tropical (www.cinematropical.com) que elaboró su ranking del cine latinoamericano de la década preguntándoles a los expertos dentro del área de Nueva York. Pero no puede haber lista definitiva: en la mía, al menos, hay sólo 4 de su ‘top ten’, aunque confieso no haber visto las 115 películas que aparecen con al menos una mención. Pero bueno, lo divertido de los rankings son las listas en sí, así que vamos a ello. He aquí, hipócrita lector (mi semejante, mi hermano), mi apuesta. Está ordenada en forma cronológica, para evitar fatigosas jerarquizaciones internas (ya bastante difícil es escoger las 10 películas). Espero vuestros dardos.
- Amores perros (2000): El éxito del primer largometraje de González Iñárritu inaugura una década auspiciosa para el cine de esta parte del continente. La película, colorida, vistosa y virtuosa, despliega sus encantos con el deliberado afán de dejar boquiabierto al espectador, y lo consigue. A los críticos poco aficionados a las lentejuelas habría que recordarles, como lo hace Paul Julian Smith en un pequeño volumen enteramente dedicado al análisis de este film en la prestigiosa colección BFI Film Classics (honor que comparte únicamente con Los Olvidados para el área de Latinoamérica) que su despliegue formal no es gratuito, sino que está ciertamente imbricado con su representación de la ciudad de México como un mosaico de violencia, relaciones familiares en crisis, y el brillo engañoso de los medios y la publicidad. Mosaico con una estructura de historias paralelas y entrelazadas, que si bien no es invención de Iñárritu (Tarantino sería el antecedente más claro) sí está usada con maestría y resultaba novedosa en nuestro barrio. En estilo y temas, esta película (post)moderniza el cine latinoamericano, y demuestra que barrer en la taquilla y al mismo tiempo decir cosas interesantes es bien difícil, pero no imposible.
- La ciénaga (2001): Es difícil escoger entre las tres películas de Lucrecia Martel. Prueba de ello es que todas aparecen entre las 10 primeras de Cinema Tropical (he ahí una de las aporías del método de la encuesta). Pero, con lo mucho que me gusta La niña santa (2004), tiendo a coincidir con los críticos que le otorgaron a su primer largometraje el primer lugar. No sé si sea esta la mejor película de la década, pero no me cabe duda que está entre las mejores. Con una estética totalmente opuesta a la de Amores Perros, inaugura un minimalismo narrativo que será, como veremos, ley en el cine de autor latinoamericano durante toda la década. No hay secretos terribles ni pasiones violentas en esta hacienda de Salta a que refiere el título. Sólo anomia, parálisis moral, indiferencia brutal ante el transcurrir de la vida que una cámara quieta, tomas largas, diálogos escuetos captan a la perfección. Martel se las ingenia para intrigarnos, sorprendernos, conmovernos y aburrirnos, todo a la vez.
- Cidade de Deus (2002) De manera quizás similar a Amores Perros, esta película ha sido criticada por convertir la violencia de las favelas en un espectáculo. Y vaya espectáculo: colores inflamados, flashbacks vertiginosos, imágenes que se congelan por un momento para facilitar la narración en off, y luego prosiguen su ritmo frenético. Fernando Meirelles sabe que la violencia tiene algo profundamente cinematográfico, y para condenar esta premisa habría que condenar algunas de las mejores películas de la historia del cine. Además, sabe de lo que está hablando: la mayoría de los actores provienen de las favelas cariocas, y los principales protagonistas (Buscapé y Ze Pequeño) de la mismísima ‘Ciudad de Dios’. Tuvo además la suficiente apertura para incorporar al guión o directamente a la filmación los aportes e improvisaciones de su joven elenco, que sabía, mejor que nadie, cómo era la vida de las favelas. La violencia allí no es gratuita: es un modo de vida, y la única manera de salir de esta espiral, como hace el protagonista-narrador convertido en periodista, es vendiéndosela a otro público (nosotros), ávido de sangre… siempre que no salpique demasiado cerca.
- Los rubios (2003): Me resulta extraño poner en mi lista un film al que detesto tanto como admiro. Lo hago por dos razones: primero, porque se hace imprescindible colocar algún representante del documental, genero que muchas veces pasa desapercibido, o corre paralelo al ‘cine’, como si no fuera una parte de éste. Segundo, porque Albertina Carri logra decir algo totalmente nuevo sobre un tema para el que existen decenas y decenas de películas y libros: los desaparecidos en la dictadura militar argentina. Carri trata el asunto en clave posmoderna: fragmentación de la identidad, serie de mediaciones que desdramatizan el hecho traumático (la desaparición y muerte de sus padres, nada menos), narración siempre contemporánea y nunca en flashbacks, libre juego de las significaciones: pelucas rubias, muñequitos de lego. Alguien diría –y tendría toda la razón del mundo- que esa forma de jugar con la historia la adelgaza y trivializa. Alguien observaría –con agudeza- que lo que Albertina parece reprocharle a sus padres es que se hayan preocupado más por la revolución y la justicia social que por cuidarla a ella. Pero nada de esto anula sus méritos: a Carri lo que es de Carri.
- Machuca (2004): Hablando de dictaduras. En el film del Andrés Wood, la perspectiva infantil logra refrescar (sin llegar a contar otra historia, como Carri) el viejo tema de los últimos días de Allende y el advenimiento de la dictadura de Pinochet. El sueño imposible de la amistad entre un niño rico y uno pobre (amistad no exenta de conflictos y malentendidos originados en esta diferencia: no se trata de ser ingenuo) se hace posible bajo el “socialismo en democracia” del presidente Allende, y dura hasta que llegan los tanques y las botas para poner a cada quien en ‘su lugar’. Con una fina observación de los detalles significativos, y sin necesidad de ‘rollos’ discursivos, el director presenta todo el espectro de la sociedad chilena en este crucial momento histórico. Inolvidables las escenas de la leche condensada y los dos marchas pro y anti-gobierno: ¡El que no salta es momio!
- Los muertos (2004) Un hombre sale de una cárcel ubicada en la selva de la provincia de Corrientes, y va a buscar a su hija, a la que no ve hace muchos años. Pero esto no es el inicio de la película; es la película toda. Para Lisandro Alonso (sus otras dos películas lo confirman), no se trata tanto de la llegada como de la travesía. Un Ulises de lo cotidiano, cuyas ‘grandes aventuras’ son el sexo pagado, la compra de un vestido, el cruce de un río. Como Martel, como Reygadas, Alonso sabe hacernos sentir el tiempo, mientras acompañamos al circunspecto Vargas por los bellos pero sobrios paisajes de la selva. Un cine que nos (re)enseña a mirar, a contemplar, a disfrutar de la imagen parcialmente emancipada (pero no del todo: si así fuera no habría razón de continuar) de la servidumbre a la narrativa, es un cine que no podemos sino amar.
- Hamaca paraguaya (2006): La palabra ‘minimalismo’ nunca tuvo tanto sentido. El principio de ‘menos es más’ es llevado hasta sus extremos por Paz Encina. Y funciona, para nuestra sorpresa, de maravilla. En 1935, una pareja de ancianos campesinos habla en guaraní sobre el perro y sus ladridos, sobre la tormenta que se avecina, sobre el hijo que se fue a la guerra y nunca regresó. La cámara nos los muestra en una toma lejana que no nos permite la intimidad. Luego se dedican a sus labores cotidianas, a sus recuerdos, y al final del día regresan a su hamaca. Unas 10 tomas en total, fijas, y no más de 80 minutos. Además de contarnos una historia convincente, y de descubrirnos lo cautivante de lo cotidiano y la rutina, la directora nos enseña que para hacer (buen) cine no hace falta otra cosa que una cámara, un par de personas que se pongan delante de ella, y, sobre todo, tener algo que decir. Lo demás es lo de menos.
- Luz silenciosa (2007): Obra maestra de Carlos Reygadas, el primer mérito de la película es el de iluminar un paisaje bastante desconocido: el de la comunidad menonita en México. La película, o la mayor parte de ella, está hablada en Plautdietsch, un dialecto del alemán que data de la época medieval y que sólo se conserva entre estas comunidades. Los actores, no profesionales, son todos menonitas, y este no es poco logro con esta comunidad religiosa que se resiste a adoptar los valores de la modernidad. Su segundo mérito, el más importante, es que logra teñir de religiosidad y misticismo la historia aparentemente común de un triángulo amoroso hombre-esposa-amante. La infidelidad precipita una crisis de fe, y todo en la película, desde los diálogos hasta los largos minutos en que vemos el amanecer o las bucólicas actividades cotidianas de los menonitas, está impregnado por este signo: la fe. Al final, Reygadas se da incluso el lujo de reescribir o re-presentar Ordet, el clásico de Dreyer, en donde el milagro, pese a nuestro escepticismo y el de los propios personajes, se vuelve posible.
- Gigante (2009): La última ganadora del premio del jurado en el Festival de Lima es una historia acerca de un robusto vigilante nocturno de un supermercado que, en su circuito cerrado de vigilancia, empieza a fijarse en una de las limpiadoras y, a medida que crece su obsesión, amplía su seguimiento a todas las horas del día y a todos los lugares por donde ella transita. La cinta de Adrián Biniez es pues un comentario sobre nuestra sociedad mediática y panóptica, así como también es una reflexión sobre el cine y el voyeurismo del espectador, entre otras muchas posibilidades de lectura. La película tiene elementos de thriller (es una historia de acoso tanto como de amor, al fin y al cabo) que inteligentemente elige refrenar, logrando un dinamismo inusitado para el ritmo pausado con el que está narrada la historia. Rechazando por igual la lentitud poética de Reygadas o Alonso como el vértigo de Iñárritu o Meirelles, la película camina al mismo paso mediano y a veces distraído con el que Jara sigue a su amada por las calles, y así es capaz de complacer a muy distintos tipos de espectadores.
- La teta asustada (2009): Cerramos la lista –y la década- con este hito histórico del cine nacional. Entre las muchas hazañas que ha conseguido Claudia Llosa está la nada menor de atraer a las pantallas a multitudes de personas para enfrentarlas con un tipo de cine que quizás nunca hayan visto. En cuanto a la película en sí (capítulo aparte es su representatividad o no con respecto del resto del cine nacional) creo que los aplausos en el extranjero están justificados. Aunque no exenta de una dosis de exotismo en su afán de buscar lo pintoresco de los ritos y costumbres o sino llanamente inventarlos, al mismo tiempo representa con honestidad (sino pregúntenle a la gente de Manchay) la vida en los andinizados ‘pueblos jóvenes’, reflexiona con profundidad sobre nuestro traumático pasado reciente y en particular sobre la muchas veces escamoteada violencia contra la mujer, recupera (Magaly Solier tiene mucho que ver en ello) el lirismo trágico del alma quechua y critica a la clase alta que está dispuesta a servirse de este alimento espiritual sin retribuir equitativamente el beneficio. Por último, el talento como escenógrafa de la directora y la belleza de sus encuadres está establecido ya desde su primera película y aquí queda confirmado.
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