sábado, 17 de septiembre de 2011

Chiste cruel


Javier de Taboada
Hay un rubro del humor que se conoce como “chistes crueles”. Aquí se agrupan los chistes que osan reírse de los menos favorecidos, de los débiles, de los discapacitados y sus aparatosas prótesis metal-mecánicas, de los enfermos terminales de cáncer o leucemia, de los niños hambrientos de pauperizados países africanos, para citar algunos ejemplos comunes. También se suelen incluir en esta categoría los políticamente incorrectos chistes racistas contra negros, judíos o inmigrantes. En el chiste cruel, una situación que debiera –según expectativas morales y normas sociales- suscitar una determinada reacción (compasión, por ejemplo, o solidaridad) termina provocando la opuesta. 

¿Es enfermizo contar chistes crueles o reír con ellos? ¿Es un signo –cuando no una constatación- de indiferencia ante el dolor ajeno, y profundo egocentrismo? Podría argumentarse que sí. De hecho este tipo de humor escasea o cuando menos está mal visto en sociedades ‘avanzadas’ y círculos progresistas, en donde hay una fuerte conciencia de las trampas que nos juega el lenguaje, que sólo busca una excusa –la excusa del humor, por ejemplo- para desembalsar nuestros sentimientos más mezquinos. Podría argumentarse, no menos convincentemente, que no, que dejar de tomar en serio, por un momento, justamente los asuntos más graves contribuye a soportarlos mejor, a respirar un poco de aire fresco entre las numerosas tragedias que pueblan nuestro mundo. Podría agregarse además que el humor negro es una suerte de sacrilegio profano y como tal, tiene una fuerte capacidad subversiva, como bien lo entendieron (y supieron aprovechar) Antonin Artaud, André Breton o Luis Buñuel.

Pero el hecho es que, bien pensado, el humor es siempre cruel. Pensemos en un clásico ejemplo de humor ‘blanco’ al mejor estilo chaplinesco: la risa que provoca el tipo que se resbala en una cáscara de plátano. ¿Por qué es gracioso esto? Sobre todo, porque le pasa a otro, que si fuéramos nosotros los que recibiéramos el sentanazo, no nos sería tan fácil la carcajada. Celebramos –con risas- la astucia del vagabundo que burla una y otra vez al policía que lo persigue porque nos identificamos con él; si por algún cortocircuito mental empezáramos a identificarnos con el policía, el humor se extinguiría como un globo pinchado y compartiríamos seguramente su ira y frustración. El humor implica –requiere- el distanciamiento del otro, su ridiculización, su reducción a una sola dimensión: la del absurdo. Cuando por alguna razón nos ponemos en los zapatos del otro, del que está en una situación ridícula, el humor se esfuma y queda sólo lo humano.

Queda, por supuesto, el que se ríe de sí mismo, el que “se jode solito.” Pero además de que esta especie es más bien escasa, cuando uno se ríe de sí mismo es porque es capaz de distanciarse, de mirarse a sí mismo con el prisma deformante del humor. El que, después de resbalar, se levanta y se ríe, es porque “ya pasó” el susto, el dolor es tolerable, y puede, como si fuera un espectador, percatarse de lo ridículo de la situación. Reírnos de nosotros mismos es un ejercicio de alteridad; reírnos de los demás, un ejercicio de (auto)complacencia, cuando no de menosprecio.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Pensando en el próximo rival

Javier de Taboada

De todos aquellos personajes que tienen la suerte de ostentar esa dudosa condición de ‘famosos’, los futbolistas son seguramente los menos talentosos a la hora de ponerse frente a un micrófono. Acartonados, poco desenvueltos, robóticos en sus respuestas y en sus gestos, suelen repetir invariablemente las mismas frases antes y después de los partidos. Pareciera que el talento para el juego, la brillantez en los movimientos y el control perfecto del cuerpo están reñidos con las habilidades verbales. El director técnico, ya liberado de las exigencias del rendimiento físico, es el único que se permite el desarrollo de la elocuencia, que, con honrosas excepciones, tampoco llega a niveles descollantes.

No es solamente un asunto de capacidad verbal. Los futbolistas tienen un libreto al que siempre se ciñen, que refleja su mentalidad para enfocar la competencia deportiva. Una de sus líneas más comunes es la de declarar, inmediatamente después de ganar, empatar o perder un partido, que “ya estamos pensando en el próximo rival”. En los días siguientes vendrán las expresiones de “respeto” por éste, que siempre es un rival “difícil” o “complicado”, aunadas a la convicción de jugar el todo por el todo y de salir a ganar.

A mí siempre me llamó la atención esta terrorífica fugacidad del fútbol (y quizás, del deporte en general). El jugador aún no ha abandonado la cancha, aún siente en su cuerpo la agitación y el cansancio, el dolor de los golpes y las caídas, el sudor corre por su rostro, su corazón nada en la satisfacción del triunfo o en la frustración de la derrota, y sin embargo, su mente ya está “pensando en el próximo rival”. Parece que el fútbol, su esencia, su sentido, es algo inasible que sólo existe durante 90 minutos y que se desvanece más rápido que un fantasma cuando el árbitro toca el pitazo final. Una suerte de ritual mágico después del cual ya nada tiene sentido si no, acaso, apuntar a la siguiente fecha de renovación del sortilegio. Por eso se organiza en torneos, para mirar siempre hacia adelante, en una lógica aritmética, y a veces hasta burocrática (aquello de “ganar en la mesa”) que, bien pensado, tiene muy poco que ver con aquellos minutos en los que todas las posibilidades se abren y cada trayectoria del balón puede cambiar el destino del juego, del jugador y del equipo. 

El futbolista es un ser extraño: no vive, como la mayoría de las personas, en el pasado o en el presente, sino, descontando 90 o 180 minutos por semana, en el futuro. Largas horas “pensando en el próximo rival”, entrenando, estudiando al adversario, para que en la hora clave todo pueda decidirse por un rebote en el travesaño o por un tiro de penal. El único relajamiento permitido de esta mentalidad proléptica (o de flashforward, si quieren) es al final del campeonato, el torneo o la copa. Por eso me agrada tanto ver al campeón cargando la copa, pasándola de mano en mano, dando la vuelta triunfal a la cancha, desperdigándose en gestos de alegría infantil. Por fin, y al menos durante algún tiempo, ya no existe ningún próximo rival y podemos celebrar la eternidad del presente.