martes, 26 de julio de 2011

Polémico

Javier de Taboada

Hace un par de años la UCSUR convocó a un concurso de cuento para escritores nuevos e inéditos, cuyo único premio era la publicación de los mejores trabajos en un volumen. Sorprendentemente o no, tuvo gran acogida y se organizó una jornada de lecturas para presentar a los nuevos talentos. Uno de los más jóvenes, al avistar a uno de los escasos periodistas que se animaron a cubrir el evento, después de asegurarse de aparecer en la foto, le dijo al reportero: “Pon que soy polémico”.

Según la Real Academia, polémica, sinónimo de controversia, es la “discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas.” Pero el uso del lenguaje, que siempre va más allá de las secas definiciones, tiñe a esta palabra (coherente o irónicamente) de dos sentidos contrapuestos: uno negativo y otro positivo. En sentido negativo, decir, por ejemplo, que la propuesta de Humala de bajar el precio del gas a 12 soles por balón es ‘polémica’ (se suele agregar: “por decir lo menos”) es una manera de desautorizarla sin dignarse a discutir los detalles del asunto, de echarle una sombra de duda garantizada únicamente por el adjetivo. Decir que algo es ‘discutible’ o ‘cuestionable’ (adjetivos eximidos de cualquier relumbre positivo) no indica, literalmente, otra cosa que la posibilidad o necesidad de someterlo a discusión, pero la connotación es por supuesto muy distinta. En política, en administración, en crítica literaria o en ciencias sociales, calificar una hipótesis de ‘polémica’ equivale a tacharla de francamente mala o equivocada, pero reconociéndole, al mismo tiempo, un costado innovador, novedoso u original. Novedosa, pero falta de rigor; atractiva, pero poco seria. ¿Bajar el gas a 12 soles? Qué buena idea, pero ¿cómo se va a hacer?

Si nos trasladamos al imperio del espectáculo o al inframundo de la creación artística, ser ‘polémico’ se vuelve deseable, una especie de medalla que muchos intentan ganar. Así: “la polémica cantante Lady Gaga (o Madonna)”, “el polémico narrador arequipeño César Gutiérrez”, “el polémico conductor de televisión Jaime Bayly.” ¿Por qué la inversión de sentido? Obvio: porque en estos terrenos la innovación y la originalidad son un valor en sí mismas, y poco importan el rigor y la sensatez. ¿Quién quiere ser, a la hora de la hora, el “erudito poeta”, el “impecable guitarrista” o el “riguroso comentarista”? No, esto cuesta demasiado trabajo y brinda escasos réditos. Mejor cortejar el escándalo, atreverse a decir descaradamente lo que los demás piensan pero callan, violar alguno de los muchos tabúes sociales y aparecer en primera plana, o por lo menos, en una foto individual y con leyenda. Pon que soy polémico. Ya habrá tiempo para insultar a los poetas de la generación anterior, para deambular borracho por los bares buscando pelea, para escribir loas a la pedofilia e invocaciones satánicas, para inventar, en fin, cueste lo que cueste, alguna polémica. Tan difícil no puede ser.

martes, 12 de julio de 2011

Un cague de risa

Javier de Taboada
“Cagarse de risa” es una expresión tan común y cotidiana que ya casi hemos olvidado su sentido más literal, ese que refiere a un espasmo tan exagerado y brutal que el cuerpo pierde control de los esfínteres. No es, es verdad, la única expresión en nuestra habla en que se asocia el acto de defecar con otras sensaciones primarias, como en ‘cagarse de miedo’ y la paradójica ‘cagarse de hambre’. Pero si en estas últimas expresiones la hipérbole tiene un sentido negativo, describe una sensación que sería preferible evitar o saciar, en la primera se trata de un acto deseable: ¿quién no quiere cagarse de risa? ¿quién no va al cine, ve programas cómicos o escucha a Los Chistosos para cagarse de risa? La acción se adjetiviza y se vuelve predicativo: Fulano es un cague de risa, y siempre es bueno tener uno o varios patas de estos (o mejor aún: serlo).

No se trata de una asociación exclusiva de nuestra cultura. Se la vuelve a encontrar, por ejemplo, en inglés: shit laugh, laugh your ass off. Incluso viene de muy antiguo. La carcajada universal asociada a lo inferior material-corporal daría y ha dado mucho que hablar a Mijaíl Bajtín, quien escruta con brillantez la cultura popular de la Edad Media. Para el crítico ruso, la carcajada carnavalesca es liberadora, desacralizadora y subversiva del rígido y solemne orden que regía para el resto de los días del año. El cagar provoca risa: baste recordar la enumeración de objetos que el gigante Pantagruel usaba para limpiarse el culo en la obra de Rabelais o la escena del Quijote en que Sancho se pone a cagar a escondidas al lado de su amo (I, 20). Cagarse de risa era todavía algo más que una metáfora.

Pero después, según dice Bajtín, la carcajada de la plaza pública se disgrega en las risitas de los salones burgueses, y pierde su poder liberador. Hoy en día, en la sociedad de consumo, la sociedad capitalista dicta el imperativo de goce, nos dice Slavok Zizek. Hemos pasado de la sociedad represiva y espiritualista del Medioevo a la sociedad hedonista y materialista de la postmodernidad. La publicidad nos ordena gozar, y el exceso es la dosis recomendada. Comprar, comer, tirar y reír. La orden es reír a carcajadas, hasta que se sacudan las costillas y nos falte el aire, hasta que nos duela la quijada por el esfuerzo: cagarse de risa. La risa se vende con código de barras y la cara de Jack Black o Ben Stiller.

Por eso en estos tiempos aprecio más y me parece más subversivo el humor que apela también a lo racional, que provoca un espasmo moderado o incluso ninguno: no la risa sino la sonrisa, no el descontrol de cuerpo sino el revoloteo dentro de él de una sensación que sólo por momentos explota en franca risa. Es, por ejemplo, el humor de Woody Allen o de Luigi Comencini o de Jerry Seinfeld. La carcajada violenta al cuerpo; la sonrisa lo ilumina. Cagarse de risa es agotador; sonreír, reparador. Y nuestros amigos-cague-de-risa por lo general se van poniendo pesados a medida que avanzan los tragos. ¿O no?

domingo, 10 de julio de 2011

¿Sabes quién soy yo?



Javier de Taboada

“Yo sé quién soy” dice don Quijote en un arrebato de cordura, en una de esas contadas ocasiones en que la niebla de su delirio parecía desvanecerse y el caballero andante vislumbraba en el fondo del espejo al campechano Alonso Quijano.  En tal momento se daba cuenta que era, recordémoslo, un hidalgo, es decir un hijo-de-algo, es decir un miembro de la baja nobleza española. En una sociedad en la que la prominencia social estaba basada en la procedencia, ser hidalgo no estaba tan mal: implicaba tradición, algunas rentas, y una genealogía respetable. Después de algunos siglos, sin embargo, la clase de los hidalgos, a la que todos querían pertenecer, había crecido considerablemente y éstos se habían convertido, por así decirlo, en el proletariado de la nobleza. Para ofrecer una interpretación anacrónica de la obra de Cervantes: Don Quijote se hace caballero andante para ‘ser alguien’, porque no soportaba ser un vulgar hidalgo, un noble don nadie.

Interpretación anacrónica, digo, porque el ‘ser alguien’ como producto de méritos y acciones individuales es propio del capitalismo y no del barroco. La obsesión por la genealogía hace tiempo ha sido reemplazada por el convencimiento de que cada individuo se labra su éxito o fracaso, que depende sólo de uno mismo el lugar que lleguemos a ocupar en la vida. Sólo así se puede concebir a don Quijote como embarcado en una gran lucha contra el anonimato. Pero la ideología del individualismo no se contenta con romper la rigidez de los estamentos sociales: simula hacerlos desaparecer. De considerar tan inmutable como el destino al espacio social en que uno nace, hemos pasado a creer que éste no tiene la menor importancia, pues todo se puede lograr con esfuerzo y perseverancia. En los países más capitalistas esta ideología ha calado hondo y así Hollywood nos inunda con historias de minusválidos que lograron superar todas sus limitaciones y sobresalir, o historias de artistas y científicos perfeccionistas que alcanzan la obra maestra o el invento revolucionario, o historias ‘reales’ de emprendedores que logran labrarse una fortuna partiendo de unos cuantos centavos. Limitaciones que no limitan, porque la fuerza de la voluntad logra superar la adversidad social, familiar y hasta fisiológica. ‘Ser alguien’ es la demostración, la consecuencia, y casi el sinónimo del éxito; mientras que el fracaso está asociado con el ‘nobody’, con el perfil bajo, y con el indeseable ‘loser’.

En el Perú achorado y pluriétnico no creemos con tan candorosa fe en la movilidad social, presentimos que hay jerarquías que no son tan sencillas de traspasar y usamos la retórica de la identidad social para reafirmarlas, para imponerlas cuando nuestro interlocutor no ha tenido la perspicacia de reconocerlas automáticamente: ¿Sabes quién soy yo? ¿Sabes con quién estás hablando?, son frases que gritan que no todos somos iguales, que hay ciudadanos con mayores derechos o menores obligaciones que el resto, y que dicha jerarquía debe ser respetada. No apelan al sueño igualitario (aunque engañoso), sino a la realidad agresiva y mandona. No celebran el ascenso social sino que exigen el acatamiento del supuesto subordinado. Como toda estrategia retórica, el “¿sabes quién soy yo?” puede tener, incluso suele tener, escaso sustento, y muchas veces las pretensiones de importancia no se corresponden con la realidad. No importa: la frase igual revela nuestro imaginario social y nuestra tosca manera de lidiar con eventuales oponentes. Especialistas en crear con un mismo pase de prestidigitación verbal supuestos niveles y asignarnos los más encumbrados, recurrimos algunas veces al argumento ingenioso y otras al empujón verbal. ¿Sabes quién soy yo? Sí, el gran bonetón.

sábado, 9 de julio de 2011

La Historia me juzgará

Javier de Taboada
“Condenadme, no importa. La Historia me absolverá” dijo Fidel Castro en un famoso discurso ante el tribunal de Batista que lo juzgaba por el asalto al cuartel Moncada en 1953. “La historia me juzgará”, repitió el vicepresidente argentino Julio Cobos, luego de votar en contra de un decreto de la presidenta, y líder de su partido, Cristina Kirchner. A la misma frase apeló el presidente egipcio Hosni Mubarak en los días en que se negaba a escuchar las protestas populares y dimitir de su cargo. Con diferente fraseo, la repitió Alberto Fujimori luego de ser condenado y proclamar su inocencia, y también Alan García después de la catástrofe de su primer gobierno.

Un político, con mucha mayor intensidad que el ciudadano común, vive entre momentos de gloria y momentos de debacle. Momentos en los que se siente aupado por las masas, bendito por la Fortuna, actor crucial de la encrucijada histórica. Se atreve entonces a proclamar lo trascendente de la coyuntura, a proclamar la enorme significancia –no para él, sino para el mundo entero- del instante: “Este es un momento histórico y revolucionario”,  para recordar una vez más a nuestro actual presidente. Pero también le toca afrontar momentos correspondientemente funestos, cuando las masas lo han abandonado, los correligionarios más cercanos terminan por darle las espaldas, los jueces –los de verdad, no los de la historia- y la opinión pública lo condenan. Entonces vuelve a mirar a la Historia, pero ya no para congelar el momento, sino para superarlo en un imaginario flash forward hacia un lejano capítulo de la serie en donde, en un nuevo giro de la trama, se descubre que él siempre tuvo razón, y sus enemigos son humillados.

Si al creyente desencantado de la crueldad del mundo sólo le queda la esperanza de la infalible justicia divina que, después del umbral de la muerte, premiará a los buenos y castigará a los malos; al político en declive, hecho al fin y al cabo de tiempo y coyuntura, le queda –también como único recurso- el gesto de mirar hacia el futuro lejano en que se enmendarán todos los malentendidos. Al futuro definitivo y concluyente, cuyo nombre trascendental es Historia. 

La pregunta es, ¿y qué piensa la Historia, cuando le toca dar la vuelta al cabo? Dos cosas, a mi modesto entender. En muchos casos, la Historia no comparte la opinión del político sobre la trascendentalidad del momento o del hecho, y casi ni se detiene a juzgarlo. Fidel Castro tenía razón sólo parcialmente en que la Historia lo absolvería del asalto al cuartel Moncada (la liberación por amnistía llegaría mucho antes, a los dos años de los hechos). En ese momento no podía imaginarse que el hecho verdaderamente histórico  tardaría otros seis años en llegar (el triunfo de la Revolución en 1959) y menos podía imaginarse que la Historia terminaría condenándolo no por matar soldados de Batista sino por convertirse en un nuevo dictador de opuesto cuño. Dictaminar la “historicidad” de un momento específico no sólo es difícil, sino un poco tramposo.

Lo segundo es que sólo en raras ocasiones la Historia rectifica las tendencias de la coyuntura. Más bien suele edificarse sobre éstas. Los que fueron condenados como ladrones y asesinos no serán honestos e inocentes dentro de veinte años. Si acaso, en algunas contadas ocasiones se descubren perlas que arruinan la reputación de alguien que la tenía buena, pero lo contrario es casi imposible. La Historia de mañana leerá los periódicos de hoy. 

Si hoy día nos equivocamos en elegir no vendrá Herodoto desde ultratumba para juzgarnos. Sólo habremos contribuido con un granito de arena al empobrecimiento de nuestra democracia. Pero no carguemos a la Historia con un fardo que sólo debemos portar en nuestra conciencia.