lunes, 11 de octubre de 2010

Como humo de tabaco

Ella se quedó con el niño y él, con el corazón destrozado, guardó las lágrimas bajo los párpados y le dijo adiós. No volteó a mirarla. Cruzó la avenida Enmel y sintiendo un ardor en el rostro comenzó a interrogarse acerca de qué es lo que le había pasado. Tanteó unos cigarrillos en los bolsillos, y con esfuerzo encendió uno. ¿Por qué? ¿qué hice mal? se decía, y un temblor le recorría el cuerpo instalándose en lo más hondo de sí, en sus proyectos más entrañables y en sus amores más verdaderos, y los socavaba, los quebraba, y en medio del caos sólo aparecía ella... y el niño.

Comenzaba a anochecer, y mientras él deambulaba por la calle, Mariana abrazaba y besaba con fuerza inusitada a su hijo: “Eres mi único amor Pablito, te quiero mucho” y lo apretaba fuerte, muy fuerte contra ella, porque sabía que Iván no volvería, y que era mejor así. “Tú vas a ser un hombre muy fuerte Pablito, y vas a cuidar de mí cuando sea viejita ¿no?” monologaba ella y se repetía que había tomado una decisión acertada. “Incluso era mejor para él, debería amar a una muchacha sin problemas, una chibola que lo lleve a bailar, a hablar tonteras, y que no le complique la vida como yo... a mí me basta con Pablito, no necesito otro amor...”

Iván encendía su tercer cigarro “¿y ahora cómo hago para olvidarla?” caminaba por los alrededores de la universidad y posaba sus ojos en los cuerpos frescos de las despreocupadas estudiantes. Se le antojaban lejanas y frívolas. “Mariana en cambio...”. Luego le invadía un temor grande, un miedo fuerte a nunca más amar, y le atropellaban unos celos extraños, una confusión respecto a Pablo, y el deseo fuerte de atrapar a Mariana en sus brazos, desnudarla y yacer con ella. Pero ahora todo era una quimera, y encendía otro cigarrillo, y sus ojos se fijaban en una estudiante de cabello castaño que reía con una inocencia que él ya había perdido para siempre. No pudo evitar sonreírle.

Ella acogió su saludo, y audaz le pidió un cigarro. Iván no se lo negó, e intentó caerle simpático preguntándole por su carrera. Pero era inútil, seguía pensando en Mariana, y no escuchaba lo que le decía. Ella sin embargo miraba sus grandes ojos tristes y con coquetería juvenil se esforzaba en despertar su atención. “Se ve tan frágil... pudiendo no obstante ser tan fuerte... algo lo ha devastado... necesita protección...” Por eso cuando él busco su abrazo, ella no se lo negó. Se dejó tomar del talle, y cariñosa lo acarició. Y hasta le hubiera dado sus labios... mas él la llamo Mariana, y ella entonces comprendió...

Pablo dormía, y Mariana velaba su sueño mientras doblaba su ropa y ponía en orden sus juguetes. Pensaba en el papá de Pablo. “Mi ex” se decía, y también recordaba con lástima a Iván. Sentía que lo había dañado. “Nunca debí decirle que sí... sabía que no funcionaría... pero sus besos eran cálidos... y estaba tan sola... además yo fui honesta con él desde el principio... le dije que no estaba segura qué pasaría... era su riesgo...” Mariana acomodó las frazadas de Pablo, y volvió a besar a su hijito dormido. “Sola es mejor” se volvió a repetir, pero le quedaba dentro una tristeza vaga, indefinida, como cuando se pierde una apuesta segura de ganar.


Luis Pacheco Abarca

lunes, 4 de octubre de 2010

Fitzcarrald, el rey del caucho


En 1942, con ocasión del IV Centenario del descubrimiento del río Amazonas, Ernesto Reyna publica una biografía de Carlos Fermín Fitzcarrald. Fitzcarrald es quizás más conocido por haber inspirado la película casi homónima de Werner Herzog: Fitzcarraldo (1982). Pero en una letra más o menos hay un abismo de diferencia. Para el director alemán “el verdadero Fitzcarrald no es un personaje muy interesante per se, sólo otro desagradable hombre de negocios a la vuelta del siglo [XIX-XX]” (Cronin, 2002: 171), de modo que creó un nuevo personaje sólo vagamente basado en el Fitzcarrald histórico.

¿Pero quién era este Fitzcarrald, qué imagen se tenía de él antes de la película? En realidad se trataba de un cauchero que llegó a ser muy poderoso e influyente durante los breves años de apogeo de explotación del caucho en la selva amazónica, y luego fue prácticamente olvidado por la historia[1]. Este texto de Reyna, publicado casi medio siglo después de su muerte, y cuarenta años antes de la película, es uno de los pocos intentos no sólo por rescatarlo para la historia, sino de encumbrarlo como modelo de peruano ejemplar.

Con este fin, Reyna lo presenta ante todo como un explorador y un patriota. Como explorador, su mayor hazaña fue el descubrimiento del istmo que, aunque en desuso, hasta ahora lleva su nombre, y que permitía conectar los ríos Mishagua y Manú, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando a la selva peruana el departamento de Madre de Dios, que hasta entonces miraba sólo hacia la selva boliviana, y estaba bajo la influencia de los caucheros bolivianos. [2]Pero su espíritu aventurero, se encarga de subrayar Reyna, era superior a su afán de lucro; por eso continúa explorando los ríos de la selva y se adentra por pasos considerados peligrosos o impracticable, ya sea por sus rápidos y cascadas, o por los indios hostiles que los habitaban. También le atribuye Reyna la fundación de la actual capital de Madre de Dios, Puerto Maldonado, que habría bautizado así en honor del explorador Faustino Maldonado, quien pereció en esta zona. No escasean aquí las comparaciones con “la sangre heroica de los Conquistadores del Perú”, con Francisco y Gonzalo Pizarro, cuya gloriosa senda prosigue Fitzcarrald. Reyna incluso da cuenta de “un viejo rumbero, de apellido Reina [sic]”, quien “dejó una carta en la que hablaba de un cauchero Fitzcarrald que había descubierto la quimérica tierra del oro [El Dorado][3]” (20)

En cuanto a su patriotismo, Reyna lo presenta tempranamente de voluntario para combatir en la guerra del Pacífico (con tan mala suerte e ironía que termina siendo hecho prisionero y condenado a muerte por sus compatriotas a raíz de un malentendido, y salva milagrosamente). Más tarde, Fitzcarrald nunca olvida izar la bandera peruana y entonar el himno nacional en los territorios conquistados, e impone en sus caucherías las “bravas marineras con estribillos y lemas que hablaban de una hegemonía peruana de la selva” (p. 77). Se niega rotundamente al plan de los pérfidos caucheros brasileros y bolivianos de conformar una separatista ‘República del Acre’ y combate a fuego a los intransigentes.

En el momento de mayor exaltación de su panegírico (que curiosamente no ocurre hacia el final de la obra, sino en el medio), Reyna llega aponerlo así:
“La figura de Fitzcarrald con los años se acrecentará, hasta transformarse en un símbolo nacional. Será la síntesis de nuestra raza mestiza, fusión de sangres europeas y americanas, nacida en la entraña de los Andes.” (80)

No hace falta acudir a otras fuentes para darse cuenta que no sólo esta hipérbole, sino todo el proyecto de Reyna de convertir a Fitzcarrald en una suerte de héroe del capitalismo, se vuelve pronto insostenible. Reyna expulsa los muchos relatos que presentan al cauchero bajo una luz más que sombría hacia un apartado titulado “La leyenda negra”. Entre las acusaciones y “embustes que forjaron malévolamente […] muchos enemigos y envidiosos” están las de ser un “terrible matón” y la de actuar como Soberano medieval en los territorios de la Amazonía, por su magnificencia y boato, así como su dominio sobre la vida y la muerte de todos cuantos vivían en la zona. Estos “embustes” terminan sin embargo por colarse en la propia versión de Reyna, que para empezar, habiéndonos informado que fue de la “leyenda negra” de donde nacieron calificativos como ‘Rey del Caucho’ y ‘Señor Feudal del Ucayali”, termina por titular a su obra con uno de estos calificativos denigratorios. Pero no queda allí la cosa. Después de alabar la “astucia” e “indomable energía” de Fitzcarrald para dominar a las “tribus salvajes” haciéndoles creer que era el enviado de los dioses, Reyna agrega, en tono condescendiente: “Fitzcarrald llegaba hasta la audacia de tener policía particular, dictar leyes y no reconocer más autoridad que la emanada de su persona.” (29) Y más adelante: “En estas soledades […] no había más ley ni legislación que la del calibre 38. Los rifles consagraban el dominio territorial y santificaban los crímenes.” (73) De manera equivalente, es a la prosa del biógrafo a la que le toca santificar los excesos y crímenes de la “reyecía” de Fitzcarrald. Estas cosas las suelta Reyna como guiñando un ojo al lector y extremando su comprensión para con aquel gran hombre, y parece no darse cuenta que mucho no se diferencian de los “embustes” de la leyenda negra.

Capítulo aparte (y final) es la visión de los indígenas que se perspira en el libro de Reyna. Fitzcarrald tiene para él el mérito de haber fundado numerosos poblados para abastecimiento de sus caucherías, y así haberse convertido en el gran colonizador “de estos nuevos territorios, despoblados de civilizados”. Esta doble equiparación de los nativos con la barbarie, por un lado, y con la mera inexistencia, por otro (al tratarse de territorios despoblados[4]) tiene por cierto una larga tradición en el discurso de los vencedores de la Conquista y la Colonia de nuestro país. Y para que no falte ninguno de los lugares comunes del racismo hispánico, los equipara con bestias, si bien de manera implícita, en otra parte de su relato: “Viajan muchas personas decentes, caucheros adinerados, militares y marinos de alta graduación, y en la clase segunda viajan, atestados, chunchos [término despectivo para los nativos, cabe observar] y reses.”
Si Reyna trata de levantar un pedestal para este desagradable capitalista de fines de siglo (para decirlo en términos de Herzog) es porque, evidentemente, comparte sus presupuestos ideológicos. Hoy, más de medio siglo después, tanto el cauchero como su biógrafo parecen haber quedado confinados a las páginas menos ejemplares de nuestra historia reciente. Ojalá.

Javier de Taboada


[1] No totalmente, ya que deja sus huellas en la toponimia al nombrar una pequeña provincial de Ancash, que fue su lugar de nacimiento.
[2] Es en el tránsito de este istmo de donde surge también la película, ya que para cruzar de un río a otro debió transportar la nave a través de los 11km del istmo. Aunque Fitzcarrald desarmó la nave para lograrlo, y Fitzcarraldo (y Herzog) la hace pasar entera, los trabajos y dificultades no parecen tan disímiles, tomando en cuenta que el casco de la nave original ya era lo bastante grande y pesado como para requerir de varias cuadrillas de indios, y un sistema de poleas y troncos, seguramente similar al que se ve en la película.
[3] En otra parte de la obra, Reyna brinda una explicación de la leyenda: las ruinas de Tonquini, que Fitzcarraldo exploró, “se transformaron por obra de la fantasía en el Gran Paititi, o El Dorado” Este tema permite conectar en cierta manera las dos películas que Herzog filmó en el Perú (la otra es Aguirre, la ira de Dios)
[4] En este sentido, la película de Armando Robles Godoy sobre la colonización de la selva, La muralla verde (1970), no anda demasiado lejos de las premisas ideológicas de Ernesto Reyna, como hemos estudiado en otro artículo.