martes, 28 de septiembre de 2010

¡Llegó el día!

Hace poco se celebró en México y en Chile el día central del Bicentenario de su independencia. Yo justo había llegado al DF un par de días antes, sumido en otros calendarios. El 15 de setiembre todos los diarios recordaban con distintos tonos, la histórica fecha, pero me llamó la atención uno que titulaba simplemente: “¡Llegó el día!”. En ese momento me di cuenta que mucha gente había estado esperando la fecha, deshojando el calendario para lanzarse a las calles a celebrar.

Así vivimos. Marcando fechas, contando días, marcando cuentas regresivas. Faltan tantos días para las elecciones municipales, para las presidenciales, para el Mundial de Fútbol, para la Navidad, para el estreno de la nueva serie. Y las personales, que quizás sean al final del día las que más nos importan: falta ya poco para el matrimonio de mi hermana, para la llegada del hijo que está en camino, para salir de vacaciones, para emprender ese esperado viaje, para celebrar mi cumpleaños, para cobrar el sueldo. Es nuestra manera, la única que tenemos, de darle sentido al tiempo, de que no sea sólo esa imperturbable continuidad que nos traga, nos quiebra o nos envejece.  Tenemos que crearnos la ilusión de tener algún control sobre él, y por eso multiplicamos los plazos. Pero ya lo dice el viejo y conocido refrán: “No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”. El dicho sólo se equivoca en su segunda mitad, porque es cierto que las deudas –aún si por ello entendemos no sólo las financieras, sino una noción general de justicia, en ‘pagar por lo que se hizo’- muchas veces nunca se pagan. Pero de lo que sí podemos estar plenamente seguros, tanto como de nuestra muerte, es de que todo plazo que fijemos, toda fecha que marquemos en el calendario del futuro, va a llegar. Y va a pasar. Y nos va a dejar con una sensación de desagrado y desconcierto. Hasta que nos recuperemos y marquemos otra y empecemos a contar –una vez más- los días que faltan.

Javier de Taboada

sábado, 18 de septiembre de 2010

Un cuento de esa época

LA ÚLTIMA CITA EN EL PARQUE


-Llegaste tarde- dijo la mujer mientras el viento jugaba con su cabello y las hojas secas del parque se enredaban entre si.
Había esperado tantas horas sentada junto a la pileta, imaginado tantas peleas para cuando él llegará.Pensó en gritarle, golpearle el rostro, darle la espalda, caminar unos metros, volver y decirle: "Te amo", para luego abrazarlo fuertemente y olvidar lo sucedido.
Pero como nunca antes sólo pudo decir: "Llegaste tarde".
-Lo sé- contestó él con un tono de voz mezclado entre angustía y melancolía. Un pequeño silencio hizo eco de su respuesta. Sacó las manos de los bolsillos para encender un cigarrilloy con una de las manos  libres se arregló el cabello  para un lado. Levantó el rostro y dirigió los ojos a la mujer.
-Estuve con ella-pronunció suavemente, luego bajó la vista.
La mujer agacho la cabeza como dolida por esas palabras, pues aunque lo sabía de antes ( por las llegadas tarde a la casa  y las manchas de rouge en el cuello) el hecho de que se lo dijera él mismo era algo inesperado.
Pasaron unos segundos en los que ambos perdieron su atención en difernetes cosas, tal vez en el color y forma de las nubes, quiza en las palomas o en las bancas de madera, o a lomejor en uno que otro recuerdo.
-Ella? Por qué?- preguntó la mujer con una voz triste, en momnetos en que limpiaba unas lágrimas que rodaban  por su mejilla .
-Y para hablarme de ella me citas en un parque?, como si yo fuera la amante. Por qué no me lo dijiste en la casa?- terminó de preguntar con una voz tránquila, quizás ahogando el llanto en la garganta.
Él intento hablar, pero acabó aspirando fuertemente el cigarrillo. Recordó lo que había pensado decirle: " He decidido terminar contigo, voy a vivir con la otra.".
Exhaló lentamente el humo, intentando formar pequeñas argollas, mientras pensaba en la otra, la otra, su amante , la mujer de piel suave y de anchas caderas; la que lo hacía soñar como cuando era un adolescente, a la que le había prometido - momentos antes- separarse de su esposa. Su esposa, la mujer que estaba ahora frente a él, , acabada, un poco gorda, con un aroma a cocina, con ciertas arrugas bajo lo ojos, el cabello horquillado, la piel reseca,  y la ilusión de criar un hijo.
Volvió a aspirar fuertemente el cigarrillo y a medida que el humo iba saliendo de sus pulmones tomó el valor suficiente para hablar.
-Yo- dijo él mirando el cielo, buscando entre las nubes la fuerza necesaria para acabar con esa relación de años.
-Yo- repitió como esos niños indecisos que no se aprendieron la lección.
-Yo- balbuceó tímidamente mientras no podía evitar un leve temblor en sus piernas.
Giró el cuerpo dándole las espaldas,el viento soplaba, las ramas se bamboleaban de un lado a otro.En el agua de la pileta se formaban pequeñas  olas y él, él justificaba su decisión,pensando para sí que la vida es una simple elección d euna u otra cosa, que nada es eterno, y que en un determinado momento todo tiene que acabar.
-Yo- pronunció soltandó el cigarrillo a medio fumar. Luego volteó resueltamente.
-Yo- reafirmo mientras apretaba sus manos contra su rostro.
-Yo- te amo mucho y nunca te voy a dejar.
Como un tácito perdón ella se paro y lo abrazó. Después se tomaron de la mano y caminarón por el parque.





Edwing Alvarez Fernandez

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Celosa

Mi mujer es celosa. Pero no como todas las mujeres. Ella es fervorosamente celosa, obedeciendo a las más descabelladas sospechas y estallando en llanto ante la mínima señal de abandono. Frecuentemente cuando llego de la fábrica la encuentro en la ventana aguardándome con el reloj en las manos para decirme que he llegado tarde, que la comida está fría. Pero nunca le funciona. Otras veces hurga en mis bolsillos, husmea en mis camisas, me abraza para verme el rostro, sin hallar ninguna evidencia. Entonces contrariada se queja de que todo el día la dejo sola trabajando en la maldita casa, sin cariños, ni siquiera ramos de flores. Parece una niña caprichosa. Yo la abrazo prometiéndole pedir salida al día siguiente para hacerle el desayuno muy de mañanita o llevarla a comer y al decírselo, siempre sucede, cae un haz de alegría sobre sus labios y ríe -amo esa sonrisa- y con un besito rapidísimo se aleja muy contenta.
Sin embargo últimamente ya no puedo consolarla, sus celos son cada vez más rídículos, toma en cuenta cualquier rumor de la gente, me pregunta si la quiero para luego sentirse miserable, llorar y morderse los labios cuando me haya ido. Toda equivocación es interpretada como un engaño, toda sonrisa un coqueteo. Es insoportable. Ese deseo posesivo me asfixia transformándome en un ser insignificante e inútil. Incluso es insoportable en las noches, sus palabras insinuosas son como pequeñísimas migas de pan en la cama que arquean nuestros cuerpos y nos indisponen para el amor, cuyo único resquicio vivo sea tal vez esa laberíntica maraña de celos y celos.
-Seguro que ya no me quieres- me repite constantemente en las mañanas. Creo que es el límite y soy incapaz de soportarla, ya no acude a mis brazos y el amor se ha enredado en sus cabellos. Hoy trataré de explicarle que hemos terminado, que no puedo vivir así y me iré.
Ya es tarde. Ella aparece por la puerta, tiene un rostro duro y unos ojos amenazantes ¿acaso sabrá lo que voy a decirle? Mentira. Está celosa y pretenderá decírmelo como todas las veces, como una víctima. Se sienta en la cama, trato de acariciarla por la cintura; pero ella me esquiva -está enojada-, pienso. Sus ojos voltean, me lanzan una mirada repulsiva, feroz y luego m da la espalda. Un enjambre de abejas habita en su cabeza.
-¿Qué te pasa?- pregunto despacito con ternura-
-Todavía me lo preguntas- contesta sin voltear. La curiosidad se me sube por entre las piernas. No sé qué hacer.
-No mientas, ya lo sé-. Estoy totalmente desconcertado.
-No entiendo.
-Que me engañas,que tienes otra mujer-. En ese momento voltea; el fuego de sus ojos se ha transformado en lágrimas.
Siento pena, más pena aún porque yo no la engaño, pretendo decirle que todo es mentira ¡cómo se lo puede haber imaginado?. Ella ha adivinado la pregunta, me mira profundamente y con violencia dice:
-La he visto. La otra noche que llegabas de la fábrica-. Una muchacha joven de pelo rubio, se besaron en la esquina. Yo lo ví.
-Pero eso es absurdo-. Algo me dice que debo dejarla en ese mismo instante, que debo correr; pero estoy tan turbado que quiero saberlo todo.
-Además te has acostado con ella, aquí-. Y su rostro se desmorona sobre sus manos.
Trato de comprenderla, aunque tengo miedo porque nunca la había visto tan nerviosa. Sus hombros tiemblan.
-He encontrado su enagua, ayer- Inmediatamente se levanta y rápidamente está afuera, luego vuelve, se sienta a mi lado y me dice:
-Esta es la enagua-. Me lo dice convencida. Una terrible sensación me congela el cuerpo y me deja un ardor en la gargante. Observo sus manos vacías, simplemente vacías. Me callo.
-¿Acaso no lo ves?-. Me callo, observo el rictus de sus labios, su rostro para después abrazarla fuertemente contra mi pecho. Y lloro.
Publicado en el Ciclo de Lecturas "Reunión" en Arequipa (Perú) en abril de 1992